III

El abad cerró la puerta y respiró profundamente. Miró su gran anillo y besó con devoción la espinela, manteniendo unos instantes sus labios en la piedra preciosa, como si de este modo la potencia angelical acumulada en ella surtiese algún alivio en las cargas mundanas a las que se veía arrojado en el desempeño de sus deberes eclesiásticos. Después caminó hasta la parte derecha de la cámara. Se detuvo ante el tapiz que cubría el paño de mampostería con la Pasión. Atrapó el extremo izquierdo con gran respeto y después lo apartó piadosamente, como quien descubre un altar secreto en el que se oculta una imagen santa.

Allí estaba, casi en la misma posición en la que lo había visto por última vez, como una momia de mármol blanco ajena al paso del tiempo, el rostro pálido surcado de arrugas, todo él rodeado por los pliegues de una gran capucha negra. Las manos, como arañas de nieve a punto de derretirse, sostenían los cordales del hábito talar, aferrándose con la fe de un náufrago a un pequeño y gastado evangelario, en el que parecían ya haber quedado impresas sus huellas a causa del mucho uso.

Los ojos de Arnauld de Goth, sin embargo, estaban desmesuradamente abiertos, y la celeste palidez de sus iris, deformados por una ceguera que se decía causada por la visión del fuego divino, se derramaba informe por globos oculares de una blancura cérea. Los labios, sin embargo, conservaban esa rojez casi sensual de los adolescentes y permanecían entreabiertos, permitiendo el milagro de la respiración en un sublime jadeo, que era el único hálito de vida perceptible en toda aquella apariencia inmortal.

—Venerabilísimo hermano…

—Abad… —lo interrumpió el legendario Ciego de Montsalvat en un susurro. Luego su voz creció como un oleaje, o la corriente de un río que desciende del deshielo—. No me es ajena la tradición benedictina, y con el mismo afán con el que me aferró a este evangelario que contiene todas las escrituras del Apocalipsis, el cual, si bien ya no puedo leer, puedo tocar, con la misma devoción leo los signos del mundo y dejo que éstos me guíen hacia la Verdad.

Esturmio lo ayudó a ponerse en pie. Pero Arnauld poseía una fuerza mucho mayor de lo que podía juzgarse a simple vista. Después de alzarse con la magia de una escultura sedente que vuelve a la vida abandonando la inmortalidad del mármol, se aproximó a la ventana tanteando el muro con su mano derecha. Como si devorase sin pestañear la luz del crepúsculo, con el rostro vuelto al cielo, exclamó:

—¡Oh, Dios! ¡Qué duras son a veces las pruebas que nos impones, qué espinosos tus caminos, qué largas las pendientes de tus montañas…! —Y se volvió, como si ahora mirase un abismo abierto a sus pies. Apoyó su mano delicadamente en el cristal, acariciando la cruz de guadañas. No supe que mis energías me llevarían a contemplar la sagrada misión y menos aún a dirigirla…, pero está claro como el espejo de la fuente Castalia… De joven logré que Carlos el Martillo expulsase del sur del Reino a los infieles y al peligro que traían, y ahora su nieto tendrá que oírme.

—Carlomagno… —musitó Esturmio—. ¿Accederá a las peticiones del Concilio?

—Ya el Concilio advirtió el peligro años atrás… Las expediciones no sólo no han servido, sino que los paganos se han vuelto más fuertes. Y además está la prueba viviente: Remigio de Reims, el renegado, el heresiarca, atenta contra todos nosotros, nos desafía, nos odia, odia a Cristo… Dolor de corazón me causa todo esto, pero Carlomagno tendrá que escucharme, y tendrá que ser sensato con las conclusiones del Concilio Germánico. Sin embargo, hay cosas que ni siquiera el Concilio debe conocer y que sólo al señor de los francos le compete juzgar…

—Entiendo —asintió Esturmio.

—No… —Arnauld se volvió, conteniendo su ira—. Demasiados glotones y facinerosos, demasiados vagos hay en esas abadías… No. Los grandes secretos deben permanecer secretos. Es hora de que Carlomagno preste el brazo secular al servicio de la Misión, y de que nosotros hagamos todo lo que él no sabe hacer.

Esturmio siguió los movimientos de Arnauld.

—¿Un ejército?

—Como en Montsalvat —respondió el anciano—. Caballeros al servicio del Santo Oficio, capaces de defender el sentido de Cristo contra quienes tratan de deformar este sentido… Remigio ha fundado esa orden, que él llama de la espada… y que es el cisma de un nigromante. —Es sólo una herejía…

—¡No! —gritó de pronto el anciano, volviéndose con extraordinaria precisión exactamente hacia donde estaba Esturmio. Éste vaciló, algo amedrentado por el gesto de desesperación y cólera que embargó el rostro de Arnauld—. No subestiméis jamás los poderes de una herejía… Grande ha sido el mal causado por Remigio. Según los espías, no son pocos los señores de la tierra que se han unido a sus enseñanzas pecaminosas y a sus mentiras, entre ellos ese rebelde, Widukind, que se opuso a la firma del Tratado de Patherbrun. Ahora Remigio tiene poder sobre los duques sajones renegados, y los prepara para enfrentarse a Carlomagno, con Widukind a la cabeza de todos ellos. Debemos detenerlo antes de que la semilla de la discordia dé sus frutos. Y es necesario que Carlomagno entienda la situación y ponga a nuestro servicio un ejército.

—¿Y quién lo dirigirá…? —preguntó el abad.

—Eso no importa ahora. Temo los caprichos de los grandes señores, siempre los he temido… Espero encontrar en el nieto una pizca de la cualidad que sobraba en el abuelo, Carlos el Martillo. ¡Qué grande fue este hombre y cómo destruyó a los infieles en Poitiers…! Glorioso tiempo aquel, que puso a salvo el santuario de Montsalvat y, con él, el Santísimo Crúor, el Santo Grial.

—Alabado sea el Señor —celebró el abad.

Arnauld caminó pensativo, y su voz brotó con gravedad de su cansado pecho.

—Estamos ya cerca del Misterio, buen Esturmio, y es cierto que a Carlomagno le falta lo que su abuelo Carlos el Martillo poseía: la Lanza del Destino —su rostro se volvió hacia Esturmio, las espesas cejas del anciano arrojaban sombra sobre sus ojos al encontrarse ahora directamente debajo del fulgor de la lámpara, y su ciega mirada se convirtió en un blanco y profundo pozo—. El Misterio de la Lanza. Lo que muy pocos sabían, ahora os ha de ser revelado, Esturmio, pues la abadía de Fulda será lugar de gran importancia en años venideros por la difícil Misión que nos espera.

»Remigio de Reims se había hecho con la sagrada reliquia, con la Lanza de Longinos, la que José de Arimatea había guardado entre su colección tras la muerte de Cristo. La hoja terrible que atravesó el costado del Redentor para que aquel infame romano se cerciorase de que el inmortal había muerto, ¡oh, necio!, esa hoja hacía años que había sido custodiada por los descendientes de Constantino, y más tarde fue conquistada por Carlos el Martillo y guardada con buenos fines cristianos. Pero Remigio, tras uno de sus viajes, logró robarla del santuario en el que era guardada desde la muerte de Pipino el Breve, y la llevó como talismán hacia las tierras paganas. Se le atribuye un inmenso poder: el de garantizar la invencibilidad a su portador. Remigio, en su maldad sin límites, cometió sacrilegio y la robó. Con ella en sus manos, desapareció por última vez en Sajonia.

—Qué gran crimen me reveláis… —murmuró el abad, impresionado.

—Pocos lo saben: la mayor parte del Concilio Germánico, hermano, ni siquiera está al tanto, pues la Lanza se cree encerrada en su cripta subterránea entre los cimientos del monasterio de Colonia, donde sus antiguos custodios en realidad lloran la desaparición. Pero vinieron a mí tras los años de busca del Santo Grial, después de mi dulce ceguera y mi encuentro con el sagrado misterio que allí en las montañas pirenaicas se custodia… y me pidieron consejo. Ebo de Colonia ni siquiera sabía lo que Girárd de Montsalvat, mi fiel discípulo, se disponía a llevar a cabo: recuperar la sagrada reliquia. Pero el que debía volver con la Lanza en sus manos fue muerto. La Lanza de Longinos es custodiada ahora en el templo del nigromante, y su fuerza está al servicio del paganismo. Es el Misterio de la Lanza, hermano, el que cayó en manos del heresiarca, quien veda el laberinto de tentaciones que ésta crea a su alrededor por intervención del Maligno.

—¿Justifica eso las leyendas que se cuentan sobre Remigio y su paradero?

Arnauld se volvió, sumido en abismales pensamientos, y su faz intimidó al abad, pues parecía ser capaz de ver lo que no era visible para los hombres mortales, y sólo a través de su rostro le resultaba ahora perceptible el mundo de sombras que envuelve a las ignorantes criaturas de Dios.

—Justifica cuanto se ha dicho, y más: el Misterio de la Lanza es una potencia de incalculable valor, pero a diferencia del Santo Grial, cuya esencia es bienhechora, la reliquia de la Lanza fue creada a partir del crimen más nefando que se pueda imaginar. Ese acero fue blandido para herir el cuerpo del Redentor, fue empuñado para asegurarse de que había muerto, ¡pecado de pecados…! Del cuerpo del Hijo de Dios manaron sangre y agua a partes iguales, y sin mezclarse, ¡milagro de la eucaristía y del bautismo! Así, la Lanza de Longinos adquirió el poder de la victoria al ser bañada en aquellos humores sagrados que componían la esencia del Misterio de la Encarnación. Mas la Lanza es terrible, un arma traidora y pagana forjada por los pérfidos romanos. No conoce la bondad, y puede ser blandida por manos codiciosas, pues por manos codiciosas fue creada, forjada e introducida en el cuerpo del Encarnado, ¡para testificar su muerte! Hay en ella pecado y tendencia al pecado, pues en pecado vino a ser creada, y su dualidad es peligrosa si no está en manos del poder de los herederos de Cristo, la Santa Iglesia, y los señores que devota y cristianamente dominan la Tierra, los carolingios francos, y a su cabeza, el señor Carlomagno.

No eran los ojos de un ciego, pensó el abad, sino los ojos del que había sido agraciado con el don de ver lo que los demás no podían ver. Sobrecogido por la revelación, se arrodilló ante Arnauld de Goth, cogió sus hábitos negros y los besó devotamente como si de un santo se tratase. Arnauld puso su mano sobre la cabeza del abad.

—Levantaos, hermano, levantaos…

Esturmio se santiguó al escuchar aquellas palabras.

—Os agradezco vuestra sinceridad, que no merezco, y me pongo a vuestra disposición, piadoso padre —reconoció el abad.

—Es hora de que Carlomagno atienda mis razones y me conceda la gracia, para que el Elegido, el puro loco, Parzival, vaya en busca de la Lanza de Longinos y se la arrebate a Remigio.

Esturmio se puso en pie y tomó las manos del ciego, dispuesto a guiarlo.

—Es hora, buen abad…, es hora… de que el mundo se proteja de los designios del Maligno, que siempre actúa con segundas intenciones; es hora de que se zafe de sus artimañas. La bestia inmunda no pierde el tiempo y tiene adeptos en todas partes, pues se sucumbe al pecado con más alegría que a la virtud, y así la hora se acerca para este triste mundo…