II

Al retirarse la capucha sintió como si una mano pasase suaves dedos de hielo por su cabeza tonsurada. Desprovisto de aquella sombra, sus ojos asustadizos parpadeaban y huían de un lado a otro. Eran grises como el cielo al que ciegamente veneraban. Su piel pálida mostraba marcas y signos contradictorios, como los gestos de un espíritu muy diferente que había habitado en su cuerpo y que mucho tiempo atrás se había marchado a otra parte. Los músculos del cuello bloqueaban permanentemente la enhiesta cabeza.

—Pasad, hermano —le contestó una voz detrás de la rejilla.

La portezuela se cerró y los ojos que lo escrutaban desaparecieron. Después los goznes chirriaron y los rieles corrieron. La puerta se abrió y la acogedora oscuridad recibió a Parzival el Arrepentido. El umbrío corredor, iluminado a largos tramos por teas ardientes, se sumergía en la fortaleza secretamente entregada a los designios de la Misión, auspiciada por los padres del Concilio Germánico. Antes de llegar al final del pasillo, se encontró de frente con el escudo de aquel brazo secular.

Parzival se santiguó al ver la extraña cruz, pese a lo que ocultaba aquel símbolo, y siguió los pasos de su guía escaleras arriba. Una larga espiral fatigó sus rodillas, retardando el paso, hasta que se detuvieron ante un nuevo pasillo. Avanzaron hasta el fondo y allí el hermano que lo guiaba llamó a la puerta de su derecha. Alguien la abrió, y Parzival fue invitado a pasar con un silencioso gesto. Lucífugo y acostumbrado a la oscuridad de las celdas de penitencia en las que había buscado el perdón de Dios sin descanso, el sacerdote comprimió sus párpados al encontrarse con la claridad que emitía una gran lámpara sobre su trípode; en las ventanas, del mismo modo, la cruz unía las cuatro piezas de cristal, que se ensamblaban en cada hoja apuntada con tiras de plomo.

—Bienvenidos a vuestra casa, hermano Parzival.

Indeciso, el sacerdote entró en la sala y la puerta se cerró tras él.

El abad de Fulda, sentado en la sede como un custodio de las tierras de Dios en su trono, apoyaba sus manos en dos cabezas de león esculpidas en los muñones de madera que remataban los antebrazos. Era un hombre grueso, pero nada en su aspecto, a pesar de ello, daba la impresión de ese pecado tan extendido entre los administradores de las tierras cristianas que ha sido la gula. Parecía más bien un vigor redondeado por el paso de los años, pues, aunque no era anciano, Esturmio de Fulda ya contaba con más de cinco décadas sobre sus anchas espaldas. Sus ojos, algo hundidos en el rostro, miraban con gran bondad y sin miedo, y su semblante conservaba autoridad a pesar de servirse de sus facciones para el comercio del lenguaje, tan importante en hombres de su posición, pues son intermediarios entre el Cielo y la Tierra. Su mano derecha ostentaba un gran anillo de oro en el que se engarzaba una espinela, símbolo de la paciencia según algunos autores antiguos, o de la potencia de los arcángeles según otros más devotos, la cual estaba rodeada de pequeños ónices, que a su vez son símbolo de la templanza.

—Hace tiempo que os esperábamos —dijo el abad, lanzando una mirada furtiva al tapiz que colgaba a la derecha, cubriendo el muro con una imagen de la Pasión de Cristo—, del mismo modo que se espera a ciertas aves que sólo traen buenos presagios cuando retroceden hacia el norte.

Parzival hizo un gesto inclinando su rostro, y miró los hábitos del abad, evitando encontrarse con sus ojos.

—Sé lo mucho que habéis sufrido en los últimos años, he estado al corriente de todo…

Esturmio esperó una palabra con la que empezar, una señal…, pero Parzival guardó el más absoluto de los silencios.

—Sé, por ejemplo, que orasteis en la más devota humildad que pueda ser recordada en vuestro monasterio, y que después de vuestro regreso… —Esturmio tentó sin éxito los labios de Parzival, que parecían sellados por los poderes del Altísimo y una fe inquebrantable en la Verdad—, …después de volver aún deseasteis mayor penitencia, y que las hojas de los árboles mudaron varios otoños hasta que os decidisteis a aceptar los votos y la vida regular del monasterio. Pero también sé mucho sobre vuestras visiones… Y hoy desearía hablar de ellas, ésa es la razón por la que os he hecho venir.

El cuerpo de Parzival parecía ser modelado por la invisible y piadosa mano de la Humildad, mirando hacia el suelo, algo encogido, era la negación de todo mérito individual en aras de una voz superior a la que atribuiría valor absoluto.

—Os pido permiso para cubrirme —musitó Parzival.

—Cubríos, si así lo deseáis —afirmó el abad, con cierta decepción, sintiendo que todas las formas de comunicación desembocaban en aquel aislamiento ascético del que ya había oído hablar a otros superiores en relación a Parzival. Sus ojos volvieron a detenerse en la imagen del tapiz—. Mas ahora, llegado el momento y cuando tantos sucesos han tenido lugar, desearía que me hablaseis de vuestras visiones. Tengo entendido que una de ellas se ha repetido en varias ocasiones y que su persistencia ha dado lugar a…, digamos…, extraños sucesos en el monasterio.

El silencio de Parzival fue toda la respuesta que obtuvo el abad.

—Se dice que ha habido apariciones de cuya beatitud no se puede dudar y cuyo resplandor ha traído, por encima de las sombras de este mundo, un fulgor de verdad… No son pocos los que recuerdan vuestros gritos y el esplendor de las apariciones, que no fueron ajenas a tantos otros novicios que compartían el dormitorio de las celdas. ¿Es eso cierto?

Parzival respiró profundamente, como si ascendiese una montaña enorme en cuya cúspide tuviera que desprenderse de un tesoro valiosísimo que hubiese preferido guardar para sí mismo.

—El ángel.

Los ojos de Esturmio brillaron; abandonó su paciente y severa compostura, volviéndose hacia Parzival con el entusiasmo de un niño.

—Habladme de él…, ¿qué os dijo? ¿Os profetizó los Tiempos…? ¿Cuáles fueron sus palabras…?

El rostro de Parzival se elevó por vez primera y, como en un recuerdo demasiado vivido que lo arrancaba de aquel lugar, perdió el contacto con cuanto lo rodeaba y aborrecía, y su mirada se relajó y sus facciones cambiaron: en lugar de la mirada del abad de Fulda y de aquella estancia, sólo vio la pálida aparición de aquella feminidad de belleza indescriptible, su luz radiante y sus manos de amor, que se reunían juntando las palmas ante su rostro; recordó cómo sus ojos lo traspasaban y le ofrecía la Llama.

—¿Qué os dijo…? Son pocos los casos, casi exiguos, en los que esta clase de visitaciones tienen lugar en nuestros monasterios… Sólo allí donde la fe alcanza una mayor concentración pueden darse estas Epifanías de grandísimo valor, y no deben quedar relegadas al olvido ni ser sólo placer de beatitud para aquéllos que las padecen, hermano, como un paréntesis celestial en la terrenal lucha contra las tinieblas, ubicuas por toda la tierra y siempre amenazadoras. Debemos ser capaces de interpretar las señales de Dios…

—No pronunció palabra alguna… —reconoció Parzival con un gran esfuerzo—. Nada dijo el ángel.

—Era… —el abad titubeó. Algo en el rostro casi ausente del monje le incitaba a formular la pregunta, pero por otro lado dudaba de su valor. Finalmente la autoridad le dio el coraje para hacerlo—. ¿Era un ángel masculino…?

Por vez primera los ojos de Parzival miraron al abad.

—Creo —dudó el monje casi en un susurro y con cierta confusión tatuada en las arrugas de su frente—, creo que era un ángel… femenino, de gran belleza, como el hálito de la Virgen María transfigurado en el fulgor de su amor…

—¡Oh…! Alabado sea el Señor —Esturmio se santiguó, sobrecogido por la belleza de lo que escuchaba, de lo que creía entender, o más bien de lo que imaginaba a través de aquellas palabras.

—Pero me siento cansado —se lamentó Parzival—. Necesito retirarme de nuevo… no soporto la ciudad y sus gentes, necesito retirarme…

—Os entiendo, pero la misión del monje en la Tierra es variada y muchos sus deberes, hermano. No soy el único que considera que estáis preparado para un fin mayor, y por eso os hemos hecho peregrinar en busca de esta fortaleza cuya riqueza ondula por las colinas muchas millas a la redonda merced a las dádivas de Carlomán y de los duques francos que nos concedieron esa gracia terrenal.

Parzival inclinó su rostro, que casi desapareció de nuevo bajo los pliegues de la capucha.

—Y…, hermano: es necesario que me respondáis ahora sobre un asunto sombrío de cuya importancia no dudaréis. —La voz del abad se volvió más profunda—. Aquel viaje, la expedición de Ebo de Colonia… Habéis reconocido muchas veces que se produjo el embrujo del nigromante que antaño fuera hombre de Dios para traicionar su confianza. Remigio de Reims, ese heresiarca que tortura la frontera, alimentando males como quien avienta un fuego en la hornija de un bosque agostado por el verano… Y en ese embrujo, Girárd de Montsalvat, el buen catalán de la Marca Hispánica, fue asesinado cuando trataba de salvarnos a todos del hereje, ¿no es eso cierto?

Parzival hacía un gran esfuerzo por evitar la vividez de aquellos momentos, que cobraron forma ante sus ojos gracias a su prodigiosa imaginación.

—Girárd fue asesinado. Yo vi su sangre y su vientre abierto bajo el escapulario…

—Horribles recuerdos son estos…, pero decidme, en un último y piadoso esfuerzo, ¿cómo sucedió?

Parzival retrocedió y se sentó en una silla. El abad caminó hasta él. El monje apoyó frente y sienes en sus dedos con los codos en sus piernas, y un abismo pareció abrirse a sus pies.

—Alfredo de Durham y esa mujer que él traía escondida bajo el aspecto de un novicio, y que no lo era, lo mataron cuando Girárd sucumbió al conjuro del nigromante.

—El mismísimo Alfredo de Durham… —repitió el abad, recordando aquel nombre y la persona a la que iba unido.

—Alfredo dio muerte a Girárd con un cuchillo a una orden de Remigio, y Girárd no logró matar al hereje —respondió Parzival, sin inmutarse ahora y con una extraña gelidez en la voz.

—Está bien, así lo habíamos oído, pero necesitábamos una confirmación de vuestro relato. Especialmente sobre la… magia del heresiarca.

—¿Dónde está Alfredo? —inquirió de pronto Parzival.

El abad miró apesadumbrado hacia los cristales en los que se simulaba aquella cruz de guadañas.

—Alfredo de Durham ha pasado por las abadías del Rin en varias ocasiones después de aquel suceso, y se le creyó el único superviviente, pero sin embargo… Cuando vuestro relato empezó a ser escuchado, ya era tarde. No ha vuelto a saberse de él. Pero es bueno tener esta confirmación a mano, pues la próxima vez que aparezca, será hecho preso e interrogado. —El abad se puso en pie, inquieto—. Ahora, Parzival, salid. Los novicios os guiarán a vuestra nueva celda, un lugar aislado como suplicasteis. Mañana recibiréis instrucciones del Concilio, que cuenta con vuestra ayuda —Esturmio rodeó el hombro del monje con afable gesto—. Es necesario que descanséis de este viaje, y sabed que pronto seréis llamado para un gran servicio por la Santa Madre Iglesia Cristiana.

—¿Es eso cierto? —preguntó Parzival, un tanto sorprendido, como saliendo de un pesado sueño, y pareció un niño asustado.

El abad le tendió la mano de nuevo, y el clérigo besó el anillo, mientras escuchaba:

—Es cierto, pero cuando sea el momento seréis informado de ello, pues un gran mentor guiará vuestros pasos, y nada más puedo deciros por el momento. Todo es secreto y ha de estar en la sombra. Ahora, dejad que los padres de la Iglesia deliberen. ¡Marchad, marchad con Dios…!

Parzival vaciló unos instantes, cavilando sobre lo que escuchaba. Se levantó con dificultad y fue acompañado por el abad hasta la entrada de la estancia. Después, guiado por otro hermano que esperaba en el pasillo, caminó al encuentro de un novicio de aspecto asustadizo al que siguió escaleras abajo.