I

Ocultando su rostro bajo la capucha, el monje atravesaba el mercado junto a los muros que cerraban el recinto exterior de la fortaleza de Soissons, elegida como sede para la celebración del Concilio Germánico.

El crepúsculo caía sobre centenarias columnas de cieno amasado. Un huracán de cuervos y negras palomas amenazaba sus torres, después de beber las aguas de los estanques paganos. La luz, herida de muerte, gemía por las escalinatas, recorriendo las aristas de piedra en las que había sido esculpida la angustia de Dios.

Pero aquel monje sabía que nadie la recibiría, pues no podía haber mañana ni tampoco esperanza en un mundo condenado por el Cielo. Comprendía el sacerdote con sus huesos que ya no habría paraíso ni amores prometidos en aquel valle de lágrimas que era el abstruso Reino de la Tierra, eternamente entregado a sufrir la tentación de los demonios. La última claridad, sepultada por cadenas y ruidos de vernáculas lenguas, se volvió niebla al poco de tocar los árboles deshojados que coronaban el cementerio. Era maleficio ineludible de aquella tierra nórdica, alejada de la gracia divina y de su solar resplandor. Allí la luz no era luz, sino bruma. Los paganos, insomnes, salían vacilantes de sus pesadillas, como si viniesen de un naufragio de sangre.

Un niño tiró de sus hábitos a su paso por un puesto de pescado, arrancándolo súbitamente de aquel negro meditar. Al volverse, el pestilente hedor de aquellos albures que el padre del niño escamaba penetró en los pulmones del sacerdote con tal fuerza que tuvo que retroceder. El niño le señaló la mercancía: a su generosa sonrisa le faltaban muchos dientes, una cicatriz partía su ceja derecha, mal cosida en su día, y una erupción de granos sobresalía de su rostro sucio y sin madre. La mano del fraile se elevó para cubrirse la boca, tratando de escapar de la imagen que, de pronto, invadió su mente con el poder de una revelación: no era un niño lo que él veía, sino otro de aquellos demonios tentadores. Se santiguó ávidamente. Sus sucias botas hollaban un barro amasado con excrementos de animales, orines humanos y ese lodo de paja, hierba y moho que se acumulaba a los pies de la muralla. Por encima del barro, sólo trueque y griterío, risas que procedían del abismo, pensaba el sacerdote. Tropezó con un joven que se apoyaba en una muleta, a falta de la pierna derecha. Su mano se extendió en busca de clemente limosna. Retrocedió una vez más el sacerdote, huyendo de lo que veía. De pronto, su mirada voló hacia otro lugar mientras deslizaba su paso entre dos grandes cabalgaduras. Y se encontró con aquellos ojos verdes, más propios de fiera que de mujer: una joven ligeramente vestida mostraba parte de su pecho blanquísimo; los cordales del traje sucio caían por debajo de lo que era permisible incluso a los ojos de la soldadesca. El fraile apartó su mirada, huyendo de ella, pero no pudo dejar de recordar el guiño de aquellos ojos de serpiente, los suaves labios en el rostro pálido, los cabellos rojos, demasiado rojos, que coronaban la frente y que caían en bucles sobre los hombros desnudos. Terribles recuerdos de un pasado muy lejano resucitaron en las profundidades de su memoria. Ella había pronunciado una palabra al cruzarse con él, la misma que dedicaba a cuantos hombres se encontraban con su mirada.

Como en todas las ciudades que visitaba, la caterva humana se agolpaba a los pies de las murallas de sus castillos y abadías, pidiendo clemencia ante los poderes de los padres de la Iglesia y de los señores de la tierra, sólo para practicar la simonía, el comercio y la prostitución. El ser humano, pensaba el clérigo, estaba tan alejado de la finalidad creadora de Dios como podrido por la tentación de Satanás.

«Se acerca un gran castigo —meditaba—, se acerca la hora de fustigar la tierra, de exigir penitencia para el mundo entero…». Rememoraba las palabras de Juan, se santiguaba siete veces, pues siete veces se repetía el profético ritmo sagrado durante la escritura del Apocalipsis.

Subió los peldaños, siempre inclinado bajo la espesa capucha, y abandonó aquel mercado, cuya confusión quedó detrás de él. El enorme rastrillo colgaba sobre el arco de la entrada de Soissons, una amenaza debajo de la cual el ritmo de los caminantes se apresuraba. Incluso los que estaban acostumbrados a visitar la fortaleza miraban de hito en hito las largas puntas de hierro, fauces hambrientas, siempre prontas a descender y atravesar cuanto se hallase en su camino. No hacía mucho tiempo la vieja cuerda que sostenía el rastrillo, deteriorada por la tensión a la que un largo período de paz la había sometido, se había roto. Al menos una docena de personas habían quedado atravesadas por sus garras. Algunas habían muerto en el acto, otras tuvieron que soportar el largo calvario hacia el sepulcro. Se dijo que había sido un castigo del Señor. O era el precio que las murallas exigían pagar en tiempos de paz, sin dedicación alguna y entregadas al descuido. Ése era el castigo que el Señor imponía a quienes olvidaban las buenas costumbres.

Hacía muchos años que Soissons, en el corazón de Austrasia, no recibía el asedio de las hordas del norte: ni los turingios ni los sajones habían logrado llegar tan lejos desde la caída de los reyes merovingios. Sede de Clodomir cuatrocientos años atrás, las mugrientas murallas de Soissons habían visto crecer el Reino de los Francos hasta más allá de todas las fronteras conocidas. Ahora Carlomagno, el descendiente de una dinastía cristiana germánica, el resultado de generaciones de muertes y pugnas entre los sanguinarios gobernantes y los mayordomos de Neustria, vivía en Aquisgrán, y Soissons era como una vieja viuda de cuyo rostro arrugado el mundo se había olvidado, pero ante el cual todo viajero se santiguaba, pues allí era donde Clodomir había renunciado al paganismo para abrazar la fe en Dios. Allí tenía su sínodo un consejo eclesiástico de gran relevancia. Pocos conocían el poder que el señor de los francos había congregado tras sus muros, no demasiado lejos de la Marca de Sajonia. Recientemente convertida en una parte del Reino (como todo el mundo decía en referencia al floreciente imperio germánico de Carlomagno), Sajonia seguía siendo una patria de endemoniados paganos. Allí se practicaban la brujería y el maleficio, los hombres decían transformarse en lobos, las mujeres ofrecían juramentos a la luna. La patria de las tinieblas tenía un corazón, y era tan negro como las intenciones del Maligno.

¿Alguien podría saberlo mejor que él? Aquel clérigo había estado allí, en el mismo corazón de las tinieblas, frente al mayor enemigo de la Santa Iglesia, frente al hereje merecedor de todos los fuegos y de todos los hierros candentes: Remigio el Piadoso.

Parzival se levantó la capucha, tratando de escapar del sombrío temor que suscitó en su imaginación el solo recuerdo de aquel hereje, y descubrió su cabeza tonsurada. Era un hombre nuevo. La extrema penitencia en aquel camino llagado por las frases de su mentor y guía espiritual, Girárd de Montsalvat, le había llevado hasta la sagrada luz de la fe verdadera. La iluminación interior ya sólo le permitía ver niebla en aquel mundo que lo rodeaba, un mundo entregado a las garras del Anticristo. Allí había conocido el castigo y la herejía. En el rostro de Remigio el Piadoso había visto los ojos al mismísimo Satanás, encarnado en un nuevo trono de la Oscuridad. Después del cruel asesinato de Girárd, Parzival, como tantos otros, había sido expulsado. Fueron separados y se les dejó libres como a los animales por orden de Remigio. Parzival recorrió un camino y rezó fuera de los bosques, donde se extendían interminables ciénagas. Allí caminó a la luz de la luna, hambriento, encontrándose con su propio rostro, reflejado en los charcos infectos. Los insectos devoraban sus piernas, el frío recortaba su famélica figura, pero su fe crecía al mismo ritmo que su cuerpo mermaba. La horrible voz interior que había gobernado su vida antes de ser purgado por las penitencias de su mentor, guardaba silencio, se había marchado a otra parte. Al inclinarse, veía rostros putrefactos que se asomaban por debajo de las aguas de aquellas ciénagas. Le hablaban, y él escuchaba sus gritos y el inmenso pesar de sus almas paganas. Corrió un día tras otro hasta el límite de sus fuerzas. El terreno cambió y encontró un nuevo camino hacia el sur, por el que no vino ni un alma. Devoraba setas y hongos, padecía disentería. Sus huesos ya no movían carne bajo los harapos de su vestimenta. Famélico como un perro abandonado, apenas se tenía en pie. Pero un día apareció a lo lejos una aldea, y caminó hacia ella con el último despojo de sus fuerzas. Todo lo que los humildes campesinos encontraron en él fue un perfil afilado y pálido, cabellos tan sucios cuyo color era irreconocible, pero balbucía con acento franco parrafadas de la Biblia. Ya estaba en Austrasia. Le dieron queso y leche, que devoró en un momento para vomitar al poco. Volvió a comer, y durmió, y así, después de algunas semanas, Parzival regresó a la vida regular.

Durante aquel tiempo, mientras dormitaba en un granero, había escuchado la voz del Altísimo Señor. Lo había visto montado en un caballo blanco. Era vencedor y salía para vencer, y desataba los sellos. Después de aquella visión, Parzival partió con palabras de agradecimiento hacia aquellas gentes, y visitó de nuevo el monasterio de Colonia de donde había salido la Misión, y encontró oídos que le prestaron atención y relató todo lo ocurrido. Y allí se le invitó a formar parte de la comunidad, y el proscrito penitente devino devoto siervo de Dios. Los relatos de la Oscuridad fueron referidos por sus palabras. Habló de Remigio y de su templo, de lo ocurrido, de cómo el hereje, haciendo uso de una demoníaca fuerza, paralizó a todos los miembros de la Misión y los redujo como esclavos a los pies de Satanás. Cómo un solo gesto de aquel ominoso ser había bastado para abrir en canal el vientre del único al que no había logrado atrapar con la magia de sus palabras. Lloró amargamente muchas veces al recordar el asesinato de Girárd. Y desde entonces fue aceptado en el seno de la orden benedictina. Altos cargos y padres de la Iglesia visitaron Colonia y pidieron audiencia con el monje, que siempre relató sus experiencias a quien quiso oírlas.

Reconoció haber sido víctima de un diablo, de nombre Asmodeo, el cual había poseído sus entrañas a temprana edad, obligándolo a cometer con su cuerpo todos aquellos espantosos delitos de los que él, como hombre, se había arrepentido y por los que había sido condenado a participar en la Misión, por consejo del buen Girárd, su maestro y exorcista. Habló de lo arduo del camino, de lo difícil que fue para él librarse de aquel demonio que habitó en su mente y que le hablaba. Aun tanto tiempo después, escuchaba la voz del perverso, pero había logrado vencerlo y ya rara vez lo visitaba, como un eco en negras pesadillas, pues se sentía derrotado y era muy soberbio. Finalmente, Parzival les habló de la aparición de Juan, y del final de los tiempos, tal como Juan se lo había explicado. Para entonces el dominio de la Iglesia sobre la tierra debía ser vasto, antes de que llegase el Juicio Final, con la celebración del número del año mil. Carlomagno debía engrandecer su Imperio y la Iglesia debía crecer con él. De este modo, se creyó entre los poderosos que Parzival tenía un preciado don que la vigilante Iglesia no debía desdeñar. Era un hombre reformado, había presenciado el poder de Remigio y era su testigo delator en la práctica de la brujería y de la herejía más horrible. El tiempo pasó y Parzival siguió viendo demonios, oculto en las sombras del monasterio de Colonia, entregado en oración al servicio de Dios. Pero llegó la hora señalada, y el Concilio Germánico aprobó que Arnauld de Gotz, hombre venerado y de reputación por su fe, se dirigiese con sus bendiciones a Carlomagno, para suplicarle la creación de un brazo secular al servicio del Concilio y cuya misión se llevaría a cabo con gran secreto. Esa fuerza requería de hombres puros, prístinos, de espíritus como el adamante, que ejecutasen el designio que habría de proteger la misión de Dios en la Tierra.

Parzival fue requerido por la Misión y enviado a Soissons, donde lo esperaban hombres influyentes cuya sola palabra sellaba el destino de muchos millares.