Javier Urra

Se le olvidaba dónde había puesto el monedero. O repetía constantemente que a dónde íbamos a ir.

O mostraba una mayor torpeza al andar.

O no recordaba qué había que echarle a las lentejas.

O abría una y otra vez el bolso para comprobar que había metido las llaves dentro…

Esa era mi nueva madre, mi madre de siempre, que se llamaba Mercedes y nació en Estella (Navarra). Cuando llegó a los ochenta, empezó la desconexión. Y la enfermedad me trajo a una mujer distinta.

Con el alzheimer comenzó la despedida anticipada. Cuando ella se muera, yo ya me habré despedido. Lo estoy haciendo todo este tiempo. Al final, mamá morirá. Y cuando se muera yo quiero tener la sensación de que he estado ahí, de que he priorizado los tiempos. Hay algo de enseñanza impagable en todo esto.

Viuda durante un cuarto de siglo, madre de un solo hijo, luchadora, desde que vino la enfermedad empezaron a irse los recuerdos.

Recuerdo el día en que le dije que le estaba fallando la memoria y se enfadó muchísimo.

Recuerdo ahora las tardes en que me llamaba veinte veces en el espacio de una hora, cada cinco minutos, para preguntarme cuándo iba a ir a recogerla.

Recuerdo con una sonrisa cuando, hace poco, fuimos a una residencia a ver a su amiga Carmen. Ella, para visitarla. Yo, para ir testando la posibilidad de que ingresara. Y su amiga le dijo: «Convendría que te quedarás, Merche, que ya tenemos una edad…». Y mi madre entonces le preguntó a Carmen que qué edad tenía ella. Y su amiga le contestó que noventa. Y mi madre zanjó el asunto con sarcasmo y lucidez: «Pues, cuando tenga noventa, que me traigan».

Recuerdo que siempre hay doscientas personas en misa. Doscientas. Ni una más. Ni una menos.

—¿Qué tal en misa, madre?

—Uy, ha habido doscientas personas…

Siempre doscientas. Siempre…

(…).

Hoy no sabe qué día es. Como tampoco lo supo ayer ni lo sabrá mañana. Cada jornada, a las 8.30 en punto, la llamo por teléfono a su casa y le digo en qué día de la semana estamos. Soy su calendario hablado. Martes, día 12, del mes tal.

Su misa de 11 de los domingos. Yo, su único hijo. Mi esposa, Araceli. Los niños. Su hogar… Tiene muy pocas certezas en la vida. Como buena navarra, cocinaba gloriosamente: ajoarriero, bacalao al pil-pil, guisos de todo tipo. Ahora ya no. Antes leía compulsivamente todo. Ahora prefiere la televisión, como una lejana compañía, como una forma de comunicar, siempre puesta como si hubiera alguien más en casa. Hojea el periódico, comprende muy poco, repasa los titulares, muchas veces en voz alta, pero al rato no recuerda nada. Su vida es una nebulosa constante.

—Lo de Urdangarin es serio, ¿no?

Nunca he tratado de decirle lo que tiene. Creo que le haría daño emocional. Porque cognitivamente fracasan, pero emocionalmente, no. Los cariños los mantienen iguales. Robustos. A flor de piel. Buscando el cuerpo del otro, la mirada, el terciopelo. Dice que se emociona pensando en mi padre. Pero luego ni ella misma se reconoce. Ve una foto suya de joven, conmigo en brazos, y salta: «Mira, esa es mi madre contigo».

Las nebulosas. Como un velo. Como una gasa que lo envolviera todo. Ese nuevo ambiente difuso te enseña nuevas formas de dirigirte al otro. Por ejemplo, yo a mi madre no le puedo mandar dos mensajes a la vez. No le puedo decir que ahora vamos a ir a comer con su nieta. No. Le tengo que decir que ahora vamos a ir a comer. Y punto. Ya se encontrará a la nieta cuando llegue.

Tampoco le digo que estoy de viaje en tal o cual sitio, porque su desubicación es tremenda y solo contribuiría a acrecentar su caos.

Su casa es su útero. Su casa es su dominio. Su casa es su castillo. Todo eso es su casa de Bravo Murillo. Más allá de ahí, todo es inseguridad, descubrimiento, un mundo lleno de trampas.

Tenemos contratada a una vecina iberoamericana, Magdalena, que está todo el día con ella cuidándola. Mi madre ignora todo esto. Piensa que simplemente es una vecina sin más. Que se pasa el día allí en un alarde de entrega.

—¡Qué buena es Magdalena, que viene tanto a verme!

La dejo ir al banco a sacar dinero; son gente de confianza y me tienen al corriente. Saca de doscientos euros en doscientos euros. Y lo hace con inusitada frecuencia. ¿Para qué quiere ese dinero una mujer que solo tiene el gasto fijo de la peluquería de Angelines? Francamente, no lo sé. No sé qué hace con el dinero. Pero mientras pueda tener esa libertad, esa sensación de independencia, aunque sea a costa del incierto destino de unos euros, se la dejaré.

No solo me reconoce perfectamente, sino que capta mi estado de ánimo. Si estoy triste. Si estoy alegre. No solo siente, sino que hace buen uso del humor. Como cuando le digo: «Madre, que te va a pillar el toro por el culo». Y rompe en carcajadas. No solo me dice las cosas, sino que me tira indirectas. Como cuando me ve sin corbata y empieza: «Pues hay que ver lo guapo que estabas el otro día en la televisión con corbata».

Pero con Mercedes la enfermedad avanza. Desde el verano de 2011 hasta ahora está en caída libre. Son muchas cosas… Tiene un salón enorme y se pasa el día cambiando las cosas de un lado a otro. Cuando va a colocar un marco, se olvida dónde había decidido ponerlo. En un día lluvioso, sale con una camisa a la calle. Estoy hablando con ella por teléfono y me dice que Bea (mi hija) le está sonriendo. Es una foto lo que está mirando. Pero para ella es su nieta Beatriz la que está allí delante sonriéndola.

Siempre le gustaron los niños, pero ahora es una pasión acentuada la que siente por ellos. Va por la calle, ve a una criatura y se acerca a ella. Los padres alucinan. Pero los críos se dan cuenta mejor que nadie de que esa persona tiene una inadecuación. Esa forma de mirar, tan fija, tan atenta, para al instante pasar a ser una mirada perdida…

Cuando nos sentamos a comer y ella me repite cincuenta veces lo mismo, le corto el pensamiento cortocircuitado con cualquier cosa. Lo que sea, y me resulta efectivo. Tienes la sensación de que su mente está lejos de ti. Como en una broma. Como con algodón alrededor. La memoria remota la tiene estupenda. Ahora me habla del colegio de monjas de Estella, del cogotón que le dio la profesora, de sus viajes a Burgos con el padre, de cuando se escondía durante los bombardeos en la Guerra Civil. Pero no le preguntes qué ha hecho esta mañana…

Soy consciente de que le queda poco para seguir manteniendo la independencia. El día en que no sea capaz de abrir la puerta blindada, el día en que no sepa cómo coger el teléfono, habré perdido el nexo.

Pase lo que pase, dos días por semana, no existe nada más que ella. Solo ella. Porque ahora eso es lo más importante. Como dije, yo ya me estoy despidiendo. El día en que no me reconozca y no hable, la trataré con respeto y amor. Pero será diferente. Porque, cuando pierde la memoria, el ser humano pierde mucho. Si no tenemos nostalgia, recuerdos y un proyecto, no tenemos nada.

Aún capta lo intuitivo, lo humano, lo esencial… Me dice cosas insólitas…

—La reina está triste, ¿verdad, hijo? Ha tenido que llorar mucho.

(…).

Vivimos demasiado tiempo. La gente que nace ahora tiene una esperanza de vida de cien años, pero el cerebro no aguanta tanto. Muchos acabaremos como mamá. En dos décadas, un tercio de los españoles mayores de ochenta años tendrá alzheimer. Mucha gente requerirá ayuda, será dependiente, centros, especialistas… Tenemos todo un reto de dignidad por delante.

No está en el tapete la solución médica. Lo que está en el tapete es el enlentecimiento de la enfermedad. La crisis económica es tremenda, pero es coyuntural. La crisis del sistema y de la atención a nuestros mayores, en cambio, es estructural.

Hay que cambiar esta sociedad tan racional y hacerla más sentimental. Hemos hecho un mundo muy cerebral, pero de las emociones se habla poco. Y esto es lo esencial.

Como psicólogo, a los cuidadores les diría que se cuiden. Que compartan el tiempo con otras personas y que no se sientan mal por ir con los amigos a charlar o a tomar un café. Que traten de tener otro mundo alternativo, porque, si no, estarán al borde del abismo. Que por el bien de la persona querida tienen que tener momentos para sí. Que no se sientan culpables de reír mientras su enfermo está serio. Que tomen aire y se llenen los pulmones de él. Porque ese oxígeno se llama sonrisa.

Les diría que no busquen explicaciones a todo, porque su forma de pensar, de elaborar, no tiene lógica para nosotros.

Les diría que no se ofusquen, que no entren en la pelea con ellos. Como un enfermo de alzheimer diga que no comió ayer, aunque lo hiciera con usted, nada ni nadie le sacará de esa idea.

No hay que tomarlos demasiado en serio. Hay cosas que tendrán que hacer aunque no quieran. Desde el cariño. Pero tendrán que hacerlas. Porque nadie le pregunta a un niño si quiere que le lleven a vacunar o no.

Seamos cálidos con nuestros mayores, respetémosles. Hagámoselo ver a los niños. Porque entonces entenderán lo importante de la vida.

Sigamos comunicándonos sin palabras si es preciso. Porque ese es un signo de la capacidad de querer del ser humano.

No hace nada nuestro enfermo. No contesta ya a nuestras preguntas. Y sin embargo, le quieres. Y sin embargo, te quiere.