El fuego esperaba ya al códice. El mismo león hambriento que había devorado a Alfredo y a Widukind, a Parzival y a Arnauld, y que después, sin piedad, había reducido a cenizas la abadía de Fulda. Allí, sin embargo, sólo calentaba nuestros habitáculos, dominado en las chimeneas. Pero ahora llameaba para poner fin a esta historia. Sólo el fuego podía salvarnos de mayores pecados. Sólo la ecpirosis podría terminar con el poder de los espíritus rebeldes. El mundo es cristiano, y cristiano debe ser. Ya no me dolía el corazón y rezaba por las almas de los inocentes, y suplicaba perdón por las muchas atrocidades y crueldades perpetradas en nombre del cristianismo, pero la cristiandad en sí era y es lo más hermoso que ha habido sobre la faz de la Tierra, y si nuestra santa orden benedictina está aquí para interceder por los asuntos del Cielo, los hombres de fe deben ser capaces de suplicar perdón por los muchos errores que se han cometido y que serán cometidos, porque la injusticia es humana y no se puede escapar a los Siete como no se podrá escapar a los Cuatro cuando cabalguen juntos para ruina del resto de la humanidad y de todos sus pueblos.
Pero hasta que todo eso sucediese, yo ya lo entendía, como buen cristiano y, como buen benedictino que trataba de ser, deseaba la paz entre los hombres y mujeres de este mundo y no la discordia, y aquel libro era una semilla de la desavenencia, una lujuriosa rebelión, un saber peligroso que no debía propagarse. Se había vertido demasiada sangre. ¿Qué había hecho Remigio…? Y Dios sabe que había aprendido a respetar y a amar sus palabras, a sentir piedad por las numerosas crueldades de las que había sido víctima y testigo, y de la manipulación de los príncipes francos… Pero ¿para qué? Su sabia palabra, sumergida en las sombras, sólo era un eco ominoso con el que se había alimentado una rebeldía gracias a la cual sólo se había derramado sangre. El resultado había sido la muerte y el dolor de miles, docenas de miles de sajones ignorantes, y de soldados francos…
No tenía sentido, pues en este momento ya se ha divulgado la muerte de Carlomagno. La semilla de Remigio debía ser enviada piadosamente a las llamas… Me había tomado todo aquel tiempo para meditar, y no podía entregar aquel libro a mis hermanos… Era consciente de lo que la concupiscencia del saber creaba en el espíritu de aquellos que vivían por y para la biblioteca…
Ascendí los últimos peldaños.
Recorrí el pasillo que llevaba a mi cámara y la abrí. Una vez dentro, vi que el fuego había decaído, como sí, consciente del sacrificio que se avecinaba, por ser éste tenebroso, le fuese adverso…
Lo alimenté con unas rodillas de roble para garantizar el crematorio y aseguré buena hornija debajo, que crepitó rauda, enseñándome una larga y burlona lengua.
Entonces me volví en busca de mi escritorio, ¡y cuán grande fue mi sorpresa al comprobar que el Evangelio ya no estaba allí!
Angustiado ante lo que parecía un acto de brujería, retrocedí. La voz de Remigio se aproximaba a mí desde las sombras del pasado, y ahora podía escuchar sus palabras.
Miré a mi alrededor, tratando de poner orden en aquellos acontecimientos, pues ya soy un hombre viejo cuyos sentidos fallan. Al fondo, la puerta que daba a la cámara contigua se hallaba sólo entreabierta.
No podía ser cierto.
Me apresuré hasta la puerta y sin pundonor alguno la abrí, esperando descubrir al ladrón. Pero no había nadie detrás, sólo los mudos objetos, que me devolvían una visión tan ordenada como estéril.
Entré en aquella cámara sin pensar en la intromisión. Comprobé que sus puertas estaban cerradas, mas sin cerrojos. El ladrón podría haber escapado por cualquiera de ellas. Volví consternado a mi cámara, en busca del libro, pero eso fue en vano: el Evangelio de la Espada había desaparecido.
Muchos pensarán que podría haber desfallecido, es cierto, pero aunque me quedaron fuerzas y la culpa que me embargó fue tal que corrí escaleras abajo como un poseído y atravesé el patio del monasterio y llegué a la escalinata próxima al edificio, y debí comportarme como un loco, pues muchos fueron los que me miraron como si mi alma hubiese sido tomada por un diablo, y debía estar pálido como la muerte mientras miraba yo a mi alrededor y mi alrededor me miraba a mí, perplejo y lleno de curiosidad, con cien rostros.
¡Oh, Dios! Supliqué perdón a los cielos, pero sólo obtuve la presencia de un hermano, que se me acercó y me preguntó qué era lo que sucedía.
Me disculpé y me persigné, y caminé hacia la biblioteca, pensando que el ladrón podría estar mirándome.
Alguien intentaba salvar un libro, y eso era porque ya lo había leído, y porque también había leído el manuscrito de esta Crónica. Yo sabía que no uno, eran docenas de hermanos los que serían capaces de salvar un libro así si lo conociesen, de protegerlo con sus propias vidas. Pero no aquél… Yo sabía su significado, el poder de sus palabras, la herejía que contenía, la habilidad para el engaño del pensador que lo había dictado.
Ascendí de nuevo tratando de ocultar mi turbación. Entré en el scriptorium. Sentí las miradas de muchos de mis hermanos, que me interrogaron y sólo pudieron obtener la mirada desesperada de un anciano perdido. Miré ansiosamente la puerta del fondo, donde se entraba al reino de los libros, mas no vi nada extraño. Me apresuré hasta el lugar en el que yo escribía los pergaminos de mis memorias. Todo estaba en orden, como siempre, como cualquier otro día. Los hermanos dejaron de mirarme y yo me di cuenta de que nunca más vería el libro de Remigio, pues el Evangelio de la Espada estaba ya oculto en la biblioteca, o en algún lugar remoto cuyo conocimiento me era inalcanzable.
Es ante la proximidad de la muerte cuando la pasión del escribiente codicia sus letras con mayor celo. Es ahora cuando me veo amarrado a mis resmas insignificantes y al cálamo y a la tinta con el apego de un viejo marinero que sostiene las cuerdas de su pobre embarcación, como si ya fuese el último día en el que navegará por el engañoso mar, que es tan incierto como el mundo de las ideas. Navegar un minuto más, trazar otra letra, encadenarla a su precesora, y así, sin pausa, dejando que de los signos brote el signáculo y que al signáculo venga la idea, invocada por el milagro de la lectura, y así se sucedan para tocar la voluntad, el recuerdo, el deseo o la razón de unos hombres mortales cuyos rostros me son desconocidos, pero que vendrán a pasar sus ojos sobre la costura de todos mis signos. Sin embargo, a pesar de lo ocioso que hay en el sufrimiento de escribir, debo retomar los acontecimientos, y acabar lo que he empezado, y dejar fe de los sucesos en esta Crónica cuyo fin se acerca, pues también siento que el fin de mis días en este mundo está próximo, y no desearía dejar inconcluso lo iniciado.
He apartado la tapa de madera con la que protegía mi pergamino después de desatar el cordal, y he ido en busca de la última nota del último capítulo. Y entonces he descubierto una hoja que no era mía, y que sin duda alguna alguien había dejado allí para mí, y detrás de mis últimas palabras hay un verso.
El que había salvado el libro me dedica unas líneas con las que quiero y deseo que acabe por fin este manuscrito, al que yo mismo no sabría poner fin.
Así, dado que su voluntad estuvo por encima de la mía, y dado que esto sucedió por intervención de la Providencia, que es divina y superior en todo a los designios de los hombres mortales, pues, como amané con anterioridad, creemos escoger, pero en realidad somos escogidos…, por todo ello dejo a esa mano anónima y a sus razones situar las últimas palabras de este pecaminoso pergamino que ya es Crónica, esperando aplacar así la gran culpa que contienen y con la que cargo, ya anciano bajo su peso y tantos años después, hacia mi propia tumba.
Me asomo de nuevo a esta ventana en cuya piedra mi codo parece haber hecho una muesca tras tantos años. Y miro el paisaje, los blancos carneros, moteando con sus copos de nieve los pedregales y las praderas, su inocente presencia, su inexorable destino. Inclino mi rostro ya viejo sobre la palma de esta mano desecha y siento la tristeza, la tragedia que no me abandona, el lastre insoportable de mi memoria.
Y confieso que hay algo que todavía no acabo de entender. Escribo aún porque no renuncio del todo a que la vida me lo vaya desvelando, aunque también es cierto que voy bajando al suelo, eso creo, y que cada vez y cuanto más aprendo me parece más probable morir entre misterios.
Y así, cansado, anoto las últimas letras, que no son mías. No alcanzo lo que ocultan, ni si esconden el secreto del mundo como Remigio creía esconderlo en su libro. Pero ahora ese libro ha desaparecido. Sólo quedan las letras de su nuevo dueño, que quizá comprendió mejor que yo lo que allí se contiene, pues en el corazón de la Ciudad de Dios sólo deben habitar los constructores del nuevo mundo, protegidos por los caballeros de un bien universal y superior.
Es esto, buen lector, y así te dejo a solas con su verso:
«el nombre es arquetipo de la cosa»