El manuscrito, última y única presencia original de las enseñanzas de Remigio, esperaba en esta misma sala. Mientras caminaba y me persignaba hace horas, pensaba en el fuego de esta chimenea. Había tomado una decisión.
Pues antes de entregar el texto original a los copistas, y de dejar que el voluminoso sagrario de un heresiarca fuese prestado al inocente intelecto de aquellos que sólo se alimentan de letras y signos, y que tanto daño podrían causar a la cristiandad, había meditado los acontecimientos, y finalmente, mientras redactaba esta Crónica de mi confesión escrita, oculté el códice de Remigio durante todos estos años.
Y así, a pesar de mi imperdonable culpa, el buen juicio fue posándose en los humores de mi alma. La vida regular de este monasterio, en el que los hermanos se regocijan pacíficamente en el ejercicio de la biblioteca, me trajo la paz.
La sola presencia del códice me inclinó a ojear los versos anotados por la mano de Remigio, tantos años atrás y que en parte transcribo aquí por hacer referencia a mi amigo Widukind:
Antes que el cetro romano
O la cruzada corona carolingia
Fueron tus selvas, tus santuarios impenetrables:
Fueron tus montañas, los aserrados vacíos,
Sobre cuyas cúspides moraba
El águila voraz con su volar inmóvil
Como la nieve, el trueno eterno,
La garra del rayo sin nombre,
El zarpazo sempiterno
De los hielos planetarios.
Aquel primer hombre fue piedra cortada,
Chispa ignota, fuego anhelado,
Trigo salvaje sobre cuya piel
Tatuaba el talismán de las sombras
Las iniciales de la tierra,
El secreto del tiempo,
Sin conocer su medida.
Se perdió su memoria,
Pero su sangre horadó de los lechos fluviales
El légamo sediento, hasta el lenguaje del agua,
Y la vida quedó sin recuerdo esparcida
Por las espumas del viento,
Rompiendo sus labios contra la arena
De las intemporales playas,
Todo sedimento, huellas ahogadas,
Honda ola marina que borraba las palabras.
Yo quiero cantar su historia.
Desde el perdido lenguaje del lobo
Hasta las sílabas de las ramas,
Hasta las luces arcoirisadas del mundo final,
Puente a la cordillera dorada que se inclina inconclusa
Sobre la cascada aniquiladora del crepúsculo.
Germania selva,
Reino de bestias diosas,
Palpitante bruma espesa
Extendida sin límite sobre reinos,
Donde hombres y mujeres,
Niños guerreros
Hechos de sombra y de hierro,
Ignorantes siervos eran
De la gran madre tierra,
Mujer primigenia.
Era la noche de los lobos,
Su noche eterna y ululante,
Cuando los hocicos crepitaban
En la comunión de las lunas llenas:
Merodeaban entonces en la ciénaga,
A punto de nacer, mil criaturas todavía sin nombre,
Dentaduras hambrientas en busca de palpitantes nidos.
La aparición llameante del lince
Incendiaba el ramaje con su asalto.
Cruzaba la espesura inextricable
El fuego raudo del gato salvaje,
Frenesí de uñas sedientas,
Reflejando en su suave pelaje
Los ojos beodos de la selva.
El zarpazo omnipotente
Del señor de las durmientes cavernas,
Amo del rugido que despertaba las nubes
Tras su invernal letargo, gallo cantor
De las nórdicas estaciones,
Para aterrar los dominios
De aquel mundo sin cosecha y sin verano.
Y en la tráquea del agua magna,
Como el abismal anillo de la tierra,
Se enroscaba la gran culebra,
Siempre uncida en limos sagrados,
Ritual devoradora de toda creencia.
El águila pensil en la altura inmutable
Salude con uñas sangrientas
Al orgullo del hierro,
Arañe la llama que arde bajo los círculos
De las montañas,
Hasta que el mundo decrete Libros prohibidos.
Segado por el centauro,
El niño invencible, la insigne ráfaga,
Ya cae el racimo oscuro
Del árbol de la ira
Para ser comido por esta ciénaga
En la que se entierran tus cruces
De relámpago.
Espectro de la selva,
Soga que pende sobre cuellos dormidos
Cual lazo de culebra.
Muerte vengadora
De las devoradoras enredaderas.
Traiciones afiladas
Como tijeras en manos de castigo.
Venenosos enemigos
Amamantados con leche de serpiente
Para morder a los murciélagos de monasterio
Que se nutren de las desterradas simientes,
Cabezas sembradas de los hijos de la tierra.
Y el silencio se ha perdido en el tiempo.
Realezas y cortesanos
Hundiendo el puñal
En la carne de la tierra.
De las estirpes reales
Ofendisteis la soberbia.
Al emperador tirano
Le amargasteis el retiro
Y las aguamarinas de su sueño
Con sangre de tres legiones
Teñisteis el día de la venganza.
Así él mismo se rasgó las vestiduras,
Ya loco como el halcón decrépito
Que a sí mismo en la cumbre se lacera,
Incapaz de volar y dar muerte en la ladera.
Con armas y guerras
Los cetros dorados
Ofendieron durante
Tres décadas de fuego.
Cortaron tus hachas
Las cabezas agresoras,
Widukind, tus águilas
Se ciñeron en tormenta
El cinto de oro,
La fíbula mortal,
La espada cuyo filo
Vierte un poema
De muerte sin tregua
Que deshoja los pétalos
De la rosa sangrienta.
Los acosastes sin miedo
Por montes y praderas
Sobre sombras galopantes,
Espuelas del viento,
En busca del invasor
Que vino vestido de blanco
Para volver arañado
Por las llamaradas
Del fuego devastador.