IV

El manuscrito, última y única presencia original de las enseñanzas de Remigio, esperaba en esta misma sala. Mientras caminaba y me persignaba hace horas, pensaba en el fuego de esta chimenea. Había tomado una decisión.

Pues antes de entregar el texto original a los copistas, y de dejar que el voluminoso sagrario de un heresiarca fuese prestado al inocente intelecto de aquellos que sólo se alimentan de letras y signos, y que tanto daño podrían causar a la cristiandad, había meditado los acontecimientos, y finalmente, mientras redactaba esta Crónica de mi confesión escrita, oculté el códice de Remigio durante todos estos años.

Y así, a pesar de mi imperdonable culpa, el buen juicio fue posándose en los humores de mi alma. La vida regular de este monasterio, en el que los hermanos se regocijan pacíficamente en el ejercicio de la biblioteca, me trajo la paz.

La sola presencia del códice me inclinó a ojear los versos anotados por la mano de Remigio, tantos años atrás y que en parte transcribo aquí por hacer referencia a mi amigo Widukind:

Antes que el cetro romano

O la cruzada corona carolingia

Fueron tus selvas, tus santuarios impenetrables:

Fueron tus montañas, los aserrados vacíos,

Sobre cuyas cúspides moraba

El águila voraz con su volar inmóvil

Como la nieve, el trueno eterno,

La garra del rayo sin nombre,

El zarpazo sempiterno

De los hielos planetarios.

Aquel primer hombre fue piedra cortada,

Chispa ignota, fuego anhelado,

Trigo salvaje sobre cuya piel

Tatuaba el talismán de las sombras

Las iniciales de la tierra,

El secreto del tiempo,

Sin conocer su medida.

Se perdió su memoria,

Pero su sangre horadó de los lechos fluviales

El légamo sediento, hasta el lenguaje del agua,

Y la vida quedó sin recuerdo esparcida

Por las espumas del viento,

Rompiendo sus labios contra la arena

De las intemporales playas,

Todo sedimento, huellas ahogadas,

Honda ola marina que borraba las palabras.

Yo quiero cantar su historia.

Desde el perdido lenguaje del lobo

Hasta las sílabas de las ramas,

Hasta las luces arcoirisadas del mundo final,

Puente a la cordillera dorada que se inclina inconclusa

Sobre la cascada aniquiladora del crepúsculo.

Germania selva,

Reino de bestias diosas,

Palpitante bruma espesa

Extendida sin límite sobre reinos,

Donde hombres y mujeres,

Niños guerreros

Hechos de sombra y de hierro,

Ignorantes siervos eran

De la gran madre tierra,

Mujer primigenia.

Era la noche de los lobos,

Su noche eterna y ululante,

Cuando los hocicos crepitaban

En la comunión de las lunas llenas:

Merodeaban entonces en la ciénaga,

A punto de nacer, mil criaturas todavía sin nombre,

Dentaduras hambrientas en busca de palpitantes nidos.

La aparición llameante del lince

Incendiaba el ramaje con su asalto.

Cruzaba la espesura inextricable

El fuego raudo del gato salvaje,

Frenesí de uñas sedientas,

Reflejando en su suave pelaje

Los ojos beodos de la selva.

El zarpazo omnipotente

Del señor de las durmientes cavernas,

Amo del rugido que despertaba las nubes

Tras su invernal letargo, gallo cantor

De las nórdicas estaciones,

Para aterrar los dominios

De aquel mundo sin cosecha y sin verano.

Y en la tráquea del agua magna,

Como el abismal anillo de la tierra,

Se enroscaba la gran culebra,

Siempre uncida en limos sagrados,

Ritual devoradora de toda creencia.

El águila pensil en la altura inmutable

Salude con uñas sangrientas

Al orgullo del hierro,

Arañe la llama que arde bajo los círculos

De las montañas,

Hasta que el mundo decrete Libros prohibidos.

Segado por el centauro,

El niño invencible, la insigne ráfaga,

Ya cae el racimo oscuro

Del árbol de la ira

Para ser comido por esta ciénaga

En la que se entierran tus cruces

De relámpago.

Espectro de la selva,

Soga que pende sobre cuellos dormidos

Cual lazo de culebra.

Muerte vengadora

De las devoradoras enredaderas.

Traiciones afiladas

Como tijeras en manos de castigo.

Venenosos enemigos

Amamantados con leche de serpiente

Para morder a los murciélagos de monasterio

Que se nutren de las desterradas simientes,

Cabezas sembradas de los hijos de la tierra.

Y el silencio se ha perdido en el tiempo.

Realezas y cortesanos

Hundiendo el puñal

En la carne de la tierra.

De las estirpes reales

Ofendisteis la soberbia.

Al emperador tirano

Le amargasteis el retiro

Y las aguamarinas de su sueño

Con sangre de tres legiones

Teñisteis el día de la venganza.

Así él mismo se rasgó las vestiduras,

Ya loco como el halcón decrépito

Que a sí mismo en la cumbre se lacera,

Incapaz de volar y dar muerte en la ladera.

Con armas y guerras

Los cetros dorados

Ofendieron durante

Tres décadas de fuego.

Cortaron tus hachas

Las cabezas agresoras,

Widukind, tus águilas

Se ciñeron en tormenta

El cinto de oro,

La fíbula mortal,

La espada cuyo filo

Vierte un poema

De muerte sin tregua

Que deshoja los pétalos

De la rosa sangrienta.

Los acosastes sin miedo

Por montes y praderas

Sobre sombras galopantes,

Espuelas del viento,

En busca del invasor

Que vino vestido de blanco

Para volver arañado

Por las llamaradas

Del fuego devastador.