III

Creo necesario anotar en esta alocución final qué sucedió en el mundo después de aquellos acontecimientos, pues sin ellos se empequeñecería o se engrandecería lo referido, que ha de ser entendido en su contexto. Así, en el año 788, Carlomagno volvió su atención hacia Baviera y acusó a un poderoso duque que le había causado mucha ruina, Tasilón, de hacer tratos con los ávaros y otros enemigos del Reino, rompiendo de este modo su promesa de homenaje. Tras soportar un juicio, Tasilón fue condenado a muerte; sin embargo, y para evitar revueltas y odios, Carlomagno se contentó con hacerle rapar y recluirle en el monasterio de Jumiéges, como ya había hecho con Widukind de Sajonia, aunque quizá con mejor destino. Finalmente, en 794, Baviera, al igual que Sajonia, fue subdividida en condados por los francos.

Respecto a los ávaros, furentes hordas asiáticas paganas, éstos invadieron Friuli y Baviera en 788. Carlomagno marchó dos años después a lo largo del Danubio hasta su territorio, asolándolo hasta Raab. Los ejércitos lombardos avanzaron por el valle del Drava y devastaron Panonia. Estas campañas habrían continuado hasta extenuar a sus enemigos, de no ser porque una nueva revuelta de los sajones en 792 puso fin a los siete años de paz que habían llegado después de la conversión al cristianismo por parte de Widukind y muchos otros caudillos.

Los francos iniciaron una nueva y sangrienta guerra contra eslavos y sajones. A pesar de ello, tanto Pipino y el duque Erico de Friuli prosiguieron sus ataques a las fortalezas circulares de los ávaros. El Gran Anillo de los Ávaros, su fortificación de mayor valor, fue tomada en dos ocasiones y saqueada. El botín se envió a Carlomagno, quien se encontraba en Aquisgrán, y decidió repartirlo entre los suyos y afines. Poco tiempo después, los tuduns ávaros se rindieron para salvar sus derechos y fueron a Aquisgrán andando, como voto cristiano, para someterse a Carlomagno como vasallos y cristianos. Hacia el peligroso año 800 los búlgaros, al mando de un señor llamado Krum, habían acabado completamente con el poder ávaro sin importar las promesas que Carlomagno había realizado a los penitentes jefes que se habían rendido ante él años atrás.

Sin embargo, toda la expansión carolingia que también le llevó hasta los obroditas, que se rindieron y tributaron, no trajo la anexión de éstos al estado franco. En el caso del este, una de las condiciones indispensables impuestas por el emperador era la certeza de que la misión cristiana avanzase sin interferencias. El peso del Concilio Germánico nunca se vio mermado, formando una poderosa unión con el estado carolingio, pues ya fueron como las dos ruedas de un solo carro impulsado por el asno de todo un pueblo casi al unísono y sin resistencia.

En cuanto a mi vida tras aquella huida de Fulda, pasaron las leguas y hallé refugio, por fin, en el que ya sería mi último hogar. Mi viaje hacia el corazón de la cristiandad continuó adelante en pos de las montañas, donde encontré una abadía cuyo nombre voy a proteger con mi silencio.

Así como años atrás, cuando me adentraba en el pecho de las tinieblas, la duda y el miedo habían embargado mi espíritu, ahora eran la serenidad y la paz lo que me dominaban mientras ascendía esas montañas.

Había oído hablar de su biblioteca, que se ocultaba a los ojos de la historia protegiendo uno de los tesoros más grandes del mundo cristiano. Como si de una leyenda se tratase de la que sólo se comentase a la sombra de los monasterios, la biblioteca se me aparecía cual mundo aparte en este mundo dividido, y su refugio se me antojaba el único posible, dado el dolor de corazón con el que cargaba.

Y así, mientras vigilaba mi peligrosa carga, sólo deseaba llegar a aquel lugar y pedir albergue para un corazón cansado.

No hay mucho que decir sobre este sitio, cuyos piadosos muros aún hoy ofrecen cobijo a mi gran culpa y las plegarias y rezos con las que en vano trato de mitigar el castigo que me espera. Sin embargo, entregado a los signos del conocimiento, creí, como Alfredo en otro tiempo, que éstos pueden salvar a los hombres de las oscuras trampas de la ignorancia.

Hoy me asomo por el ventanuco de mi celda y escucho el chiar de las golondrinas, y veo el ayer, tal y como lo vi cuando lo vi por vez primera. Una amplia vereda se alejaba de los edificios abaciales, partiendo de ellos hacia la montaña allá lejos. Por ese camino iban los rebaños del pueblo, situado a corta distancia, al entrar el otoño. En esa estación las mesetas del entorno, sus oteros que circundaban el río, se llenaban de carneros blancos, como grandes copos de nieve que salpican las pedrerías y el verdor. Inocencia de esta imagen, ante la cual quería quedarme todas las horas del día, pues en aquella paz entre animales y hombres, en aquel buen ejercicio del mandato de Dios, creía ver un grano de la Verdad que debía imperar sobre la Tierra para garantizar la prosperidad de los mortales, que sólo estamos de paso en un mundo prestado.

De la lana y del cuero vivía la pequeña aldea en paz con nuestra abadía. Sus obrajes de paños y sus tenerías, sus aceñas, moteaban la ribera del río entre chamizos humildes. Allí también se hacían los garvines y ceñideros con los que se vestían las jóvenes del entorno. Tundidores, cardadores y perailes trabajaban desde el quiebro del alba al son de las campanas; las mujeres lavaban y carmeaban la lana entre oraciones devotas y alegres canciones, arrodilladas ante el agua.

Este paisaje, como un tronco florecido de la vieja humanidad perdida, me devolvía la calma. Con su imagen y la persistencia de sus estampas, y la serenidad y paz de las mismas, se impuso a mi agitado interior un paño de ilustraciones, una miniatura en movimiento con las estaciones del año, que atenuaba el fragor, la violencia, el trueno de cuanto había vivido, el vinagroso sabor del cáliz que había tenido que beber hasta su última gota, apurando el amargor de su poso.

El edificio de la abadía se elevaba sobre la prosperidad, y a él se accedía de manera suave por el sur y el este, orientándose al mediodía, del mismo modo que la cara del monte que se volvía al norte era áspera, de pedernal derrocadero. Los senderos debían afanarse entre collados bravíos y abruptas hoces montañosas, y aquellos viajeros que los recorrían tenían que sufrir para acceder a la abadía desde esas rutas. Si hacía falta flor de gualda para las tintas amarillas o zamarrilla para los antídotos, ese era el camino a seguir. También por aquel lado abundaban el cojín de pastor, el piorno de cruces, el sanguino, el guillomo y el hermoso espino albar. Abandonando ese descenso de la loma hacia el este, el valle mostraba sus herreñales y hazas, el sustento terrenal para hombres, mujeres y animales.

Y contemplando ese mismo paisaje hoy como mañana, y mañana como ayer, escribo las últimas líneas de esta crónica, pues finalmente he visto llegada la hora definitiva en la que todo debe acabar.