La ilustración de la cubierta del libro era como un rostro en el que las piedras preciosas, ojos dispuestos simétricamente, se mirasen unos a otros recelosamente: el fulgor veteado de los ópalos alternaba con el de las espinelas, flamígeros ojos de lujuriosos basiliscos junto a gotas de sangre que se hubiesen solidificado en la mano de un ángel caído.
Abrí el libro y comencé a leer.
La arrogancia de sus razonamientos murmuraba misterios inconfesables. Peligroso me pareció, el acercarse a esas revelaciones de los signos. Sin embargo, no habría tiempo de presenciar la visión absoluta postulada al comienzo del Evangelio, el trazo de la mano invisible, la ascensión desde la sombra de aquel secreto que se enaltecía como el Misterio mismo del mundo, el principio y el final de todos los enigmas. No era posible que Remigio lo hubiese hallado y descifrado. En el corazón de una herejía sólo puede alentar otra herejía. Pero el peligro de aquel secreto crecía en mi interior a medida que leí, por ser de un atractivo pernicioso para tantos estudiosos que podían verse seducidos por su portentosa visión sin haber conocido a Remigio en persona como yo lo había conocido.
Si aquel Signo existía y Remigio lo había encontrado, si en el centro mismo de la Ciudad de Dios de San Agustín se ocultaba el Misterio de todas las cosas cristianas y no cristianas, si lo Bueno y lo Malo pasaban por un fino tubo del entendimiento y se reunían en una sola gota, ¿quién sería capaz de beberla? Y esa gota, ¿sería acaso otro signo?
Me moví entre letras como un proscrito, perseguido por las ocultas cualidades de los números sin nombre, inabarcables números que se esconden en el paso del Tiempo y en la distancia de los fulgores siderales. Pues es en momentos de premura cuando este misterio intangible, el Tiempo, se vuelve más denso que nunca.
Remigio recurría a una perturbadora imagen que no me era ajena, y que yo mismo había contemplado en el centro del Templo de la Espada: la antorcha que pendía del preciso y exacto centro de la bóveda que coronaba la cúpula, símbolo sin duda del centro del Universo. No había nada que pudiese presentarse con un aspecto más inquietante al alma intelectual que aquella luz que se balanceaba suavemente. Era su perpetuo retorno el reflejo mismo de la intemporalidad, o el cálculo de ésta, retenida en un rincón del Tiempo. Una esfera de llamas que recorría el espacio, distorsionándolo con su resplandor. Un hilo que escapaba al orden absoluto, una proporción que se sobreponía a las proporciones del templo, una visión que deformaba la que teníamos de él hacia lo Absoluto.
La antorcha eterna colgaba de un cable tendido desde el corazón mismo de la cúpula y se movía de un lado a otro. Una llama extraviada de la lumbre del sol. Un sol que vivía ilícitamente bajo el período sublunar, transcurriendo paradójicamente en su propia órbita. ¿Qué inveterada conspiración regía la proporción de los tiempos…? ¿Cuál era el misterio que dominaba la perfección de todos los círculos posibles, que aquella esfera, portadora de fuego, recorría en su oscilación perpetua según los razonamientos anotados por Remigio? ¿Qué mano la balanceaba, invisible, impidiendo su detención, aferrando el punto inmóvil del que pendían el Sol, las estrellas y los planetas…? Acaso aquel espacio ya había sido alcanzado por la sabiduría con la que el Maligno creaba las máquinas mágicas de las que hablaban los más locos pensadores de todas las épocas. Pero ya ellos habían advertido de los peligros que encerraba el saber de Satanás, y de las muchas maneras que tenía de ganarse la voluntad de los hombres… y también su intelecto.
Sin poder apartar la mirada del péndulo incandescente que iluminaba al lector en su eterno y mayestático orbitar por encima del espacio central, Remigio trazaba en torno a su signo el enigma mismo de la Ciudad de Dios, contradiciendo todos los paradigmas de San Agustín. Según Remigio, el movimiento del círculo parecía encerrar, a pesar de su invisible presencia, manifestada por el rastro de fuego que dejaba en las tinieblas, un gran pentáculo, una estrella mística, una rosa druídica, pues todos aquellos símbolos estaban contenidos de la misma forma y en proporciones iguales en el dibujo que las losas distribuían por el suelo.
Como si la esfera de fuego estuviese suspendida de un punto más allá de la bóveda central, como si aquel cable de silogismos universales retornase hasta los cielos y hasta el misterio de sus esferas inmóviles, y sólo allí encontrase el apoyo con el que, mientras todo se transformaba, un único punto siguiese quieto detrás de todas las estrellas, un centro alrededor del cual se articulaba en proporciones exactas el movimiento armonioso de todo el universo, ese punto no podía ser cosa sino la Causa, la misma sustancia que se encuentra en el fondo del Todo y detrás de la Nada, en la semilla del Ahora, pues la Nada no tendría sentido sin su reflejo en ese negro espejo que es la vasta noche de los cielos. Así, sería la palabra primera, el Verbum Verum, la primera centella esplendente en la luz negra, el primer sonido en el silencio profundo, la luminosa niebla sin forma, cualidad o peso, que no puede ser vista ni oída, que no puede ocupar espacio y que no se halla en el tiempo ni fuera de él, ni siquiera oscuridad o luz, ni mentira ni verdad: el origen del origen, el misterio de la conjunción y de la generación de todas las cosas.
Acaso, sencillamente condensado en una definición, el Misterio de Dios, y en su redor trazaba el verso de Remigio la arquitectura moral de la Ciudad de Dios, mostrando el imperativo por el cual un nuevo mundo de hombres y mujeres era posible, negando y destruyendo la tradición atesorada en Roma. Después de aquella belleza superior, donde la palabra parecía emerger de la misma armonía celestial, cuando el Signo se ramificaba desde su causa para entrar en sus consecuencias, el Evangelio violaba la obra llevada a cabo por la Iglesia, mostrándola como la verdadera morada del Diablo.
Me persigné, confundido, aunque los últimos y atroces acontecimientos que habían asolado mi vida me impedían ya sentir estupor, por ser pruebas reales, por desgracia, de cuanto Remigio había tratado de enseñarme. Aquella lógica lo llevaba del Orco al Cielo, de las artes del Maligno al orden absoluto del Altísimo con la misma facilidad con la que se dice Sí y No… Ése era el arte final de Remigio, consecuencia de su herejía, de su saber, cuyos peligros eran fatales, fatales como la presencia de un abismo cíclico y angustioso, al que siempre hacía referencia en sus escrituras, para el que camina en sueños. Y así me sentí yo una vez más, como viandante de una pesadilla de la que nunca lograba despertar pero cuyo fin, lo sabía, se aproximaba.
Cómo no ser sensible al temblor del infinito, cómo permanecer indiferente ante el encuentro con el Único, el Médium, el Inefable… Bajo este altar de la certidumbre… Si Remigio había recibido la inspiración, ¿qué valor debía concederle él a su mensaje? ¿Qué peligro encerraba que los estudiosos y jóvenes leyesen semejante obra?
Entre gallinas y harapos, el pueblo vivía alrededor de los poderes de los reyes y de la Iglesia sumido en una pobreza abrasadora. Niños devorados por los piojos, dentaduras enfermas a corta edad, tullidos, descarriados, proscritos, prostitutas, siervos, miserables que se apartaban para dejar paso a quienes gobernaban el mundo con el único deseo de dominarlo para su propio provecho… Remigio proponía un mundo de iguales, y eso no podía ser tolerado por quienes detentaban ese altivo e incontestable poder, para el cual tanto los reyes como la Iglesia aducían un origen divino, que el Signo desmentía y calcinaba con su lógica meticulosa y llena de fuego. Ésa era la Espada a la que Remigio se refería, y la única que él consideraba capaz de cambiar el mundo.
En medio de esta revelación, mi amigo y hermano Widukind contuvo el espacio puro de las selvas inabarcables. Había sido un hombre hecho de la misma materia que su tierra, y en el fin que tuvo su vida, el despedazamiento de la carne y su martirio, había algo de retorno a lo mineral. Procedía de las razas en las que campesinos cenagosos y herederos de los misterios metalúrgicos habían dominado la Tierra desde tiempos anteriores a la razón cristiana. Su rostro permanecía inmóvil, lejos de aquella aberración criminal, en las nubes de su patria y detrás de ellas. Podía recordar, mientras enlazaba yo mis manos y suplicaba piedad al Altísimo, los ojos indomables, la ráfaga insigne de su mirada, y aquella ancha compostura, que había recubierto sobre sus huesos los yacimientos de su fuerza. Widukind se había acercado a quien sufría encarnizada injusticia, y le había dicho: «Une tu voz a la mía». Para él, como para pocos, la dureza era una condición indispensable de la alegría. Sin embargo, el pueblo sajón estaba ya condenado a ser una simiente desterrada.
Pero ¿quién, sin exiliarse, podrá amarrar la fuerza profunda de la Tierra…?