XI

Siete arcángeles custodian

Veinte arcos de rosas,

Con nueve a su vera suman la entera eternidad,

Y donde nada hay nada se encuentra…

Con el recuerdo de las últimas palabras de Alfredo me encaminé a la biblioteca. Recorrí la sombra hasta llegar a la entrada, en la que siempre solía haber alguna guardia. Me extrañó no sólo encontrar el lugar tan abandonado, sino también que la puerta que conducía desde los pisos interiores a la escalera que daba acceso estaba abierta. Supongo que me deslicé como un ladrón decidido a cometer su crimen. Arriba, no obstante, la actividad no había cesado del todo, porque había varias lámparas encendidas en el scriptorium. No hallé presencia alguna, y al acercarme al puesto de Edgardo, donde yo trabajaba, encontré cierto desorden en la mesa que me pareció impropio de mi mentor. Lo atribuí a lo extraordinario de aquel día. Esgrimí una vela por considerar que su resplandor llamaría menos la atención de un posible vigilante que echase un vistazo hacia los armaria, que ocupaban con sus grandes lejones el resto de la modesta sala.

Prendida la vela y empuñada por mi temblorosa mano, apenas pude sentir el alivio que me tendía su calor, y vi en ella la última y terrible aparición diabólica que estaba guiando hacia el caos todas mis creencias.

Me adentré por el corredor principal. Extraje mis conclusiones sobre el acertijo proferido por Alfredo, y conté los pasillos y medité las probabilidades. Con tiempo, una vez con la certeza de que el libro se escondía allí, sólo había unos cientos de posibilidades para dar con el códice. Pero si de algo yo carecía, eso era de tiempo. Me senté en un rincón, lejos de las ventanas, contemplando el laberinto de sabiduría a mi alrededor, cuya muda presencia me devoraba. Si siete arcángeles custodiaban una veintena de arcos, sólo podía imaginar dos coordenadas simples, mas de confusa lectura. Sin embargo, si Alfredo había tomado esa decisión sin premeditarlo, sólo podía ajustarse a una realidad apresurada, cuando tuvo que proteger el códice antes que a su vida.

Desde el pasillo central, al mirar al techo, los arcos sólo sumaban diez. Hasta el final de la sala llegaban, en total, a quince. Por lo que esa dirección era la incorrecta; no obstante, habiendo fallado otras búsquedas, fue entonces cuando supuse que los espacios situados entre los arcos de piedra también eran, a su vez, arcos invisibles, lo que daba un total de treinta. Caminé hasta el pasillo que me señalaba el número veinte, y a ambos lados se extendía otro de aquellos corredores hacia los altos muros. Me incliné por el de la derecha.

Si siete arcángeles custodiaban el libro, no pude deducirlo de la temática, cuyo reparto era abstruso en la biblioteca, y seguí pensando en cosas contables. En el séptimo armario jugué con las posibilidades del número nueve, como rezaba el acertijo, y como aseguraba que nada podría verse, empecé a apartar los volúmenes, esperando encontrar algo oculto. Y detrás de ellos había otros libros. Abrí desesperanzado algunos, sin éxito.

Al mover un pesado códice, percibí ruidos que me alarmaron. Me detuve, escuchando tan intensamente mi propia respiración que me era imposible saber si todo había sido fruto de mi imaginación, o si realmente alguien más merodeaba la biblioteca. Nada más oí, y decidí proseguir con la busca en un intento desesperado. Tuve que apartar docenas de libros hasta estar seguro de que aquella posibilidad se agotaba. Pensé que el último recurso, si mi deducción había sido acertada, se encontraba en el lado opuesto del pasillo. Llegué allí e hice lo mismo. En el lugar que yo suponía se amontonaban desordenadas pilas del saber; algunos ejemplares eran muy viejos y casi se deshacían al tacto, otros, en mejor estado, reposaban en los plúteos. Volví a repetir la operación por cuarta vez en el paroxismo de la ansiedad, esta vez la mayor desesperación. Desplacé dos, tres, cuatro filas de tomos y me encontré un voluminoso códice cuya presencia destacó en mi visión por el destello de su portada. Quité otros libros y dos de ellos cayeron pesadamente al suelo. Fue entonces cuando el tesoro buscado surgió ante mis ojos: la cubierta del códice de Remigio brilló en la luz a causa de su buen estado, de reciente hechura, ricamente protegido.

Apresé el tomo sin atreverme a abrirlo.

Un nuevo ruido me anunció que la hora de mi muerte, posiblemente, ya estaba muy próxima. No quería pensar que había hallado el códice para ellos, y caminé sobre mis pasos, atento a cualquier señal. Retrocedí hasta el siguiente corredor, temiendo, como me indicaba el sonido, que el intruso fuese a aparecer por el pasillo central. El miedo me embargó finalmente, robándome el sentido. Me incliné, dejé la vela, y empuñé la barra de una lámpara que sin duda aguardaba allí para iluminar las tareas de los bibliotecarios cuando éstos requerían una luz tenue que no pusiese en riesgo los códices con el llameo de una antorcha. Apagué mi vela de una patada y me sumí en las penumbras. Escuché otro paso furtivo en la dirección más temida, retrocedí sin poder pensar. Un resplandor comenzó a crecer por detrás sin que yo pudiese barruntar de dónde procedía.

Los pasos se aproximaban, ahora estaba seguro de ello. Por última vez tenía la absoluta certeza de que mi perseguidor se acercaba hacia mí sin saber dónde me encontraba yo. Apreté el voluminoso Evangelio contra mi pecho, y empuñé el candelabro con crispación.

Sin embargo, algo sucedió que habría de hundirme en el fango de la culpa por el resto de la eternidad, por obligarme a cometer pecado mortal, y Dios sabe que fue contra mi débil voluntad. Una aparición diabólica brotó como de mi nuca y me abrazó la boca con pelo en medio de un grito espantoso. Aterrorizado, sin saberme dueño de mis actos, me volví violentamente y, al hacerlo, blandí la lámpara con tanta fuerza como tensión se había concentrado en mi ser, más en un aspaviento de horror que en una reacción premeditada y atacante, con tanta energía como pueda enhebrarse en un cuerpo contraído por el espasmo del terror.

Y la lámpara, así blandida de la forma que he descrito, fue a golpear la oscuridad a mi izquierda, donde algo se vino abajo o retrocedió, o ambas cosas a la vez. Cuando vi desaparecer al gato de Edgardo, que huyó con un feroz maullido, pues no había sido una criatura diabólica sino ésta la que me había asaltado, me di cuenta de que había sido él quien me había causado el espanto, y, sin yo saberlo, mi lámpara había impactado en la cabeza del hombre que me acechaba, de aspecto pálido y albina tonsura, de piel frágil como la de un niño y ojos tan absortos y abiertos como los de un muerto, por cuyo rostro rompía la brecha roja de la sangre desde el mismo cimborrio de la bóveda del cráneo. Dejé caer el arma letal, volví, me agaché para tomar de nuevo el Evangelio. El moribundo todavía apresaba un cuchillo con su diestra, y huí al ver que la antorcha empuñada por la siniestra de mi perseguidor había comunicado todo su lenguaje a los libros que yacían junto a ella.

La llamarada reventó hacia los lados y hacia lo alto ocupando una pila entera de manuscritos, respondiendo así a las dudas que había tenido sobre el misterioso resplandor que había vislumbrado con anterioridad.

Salvé mi vida y la del libro de Remigio sin el menor heroísmo, como por casualidad, pero no pude salvar la biblioteca, que ya había sido condenada al Infierno.