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Se santiguaban a mi alrededor, pues el suceso causó conmoción. Yo, sin embargo, tuve que inclinarme sobre mi vientre, que, amenazado por la espuma, echó el desayuno que tan precipitadamente me habían obligado a comer.

Cuando me repuse del trance y pude cargar con mi pesada alma y, ayudado por dos jóvenes novicios que al parecer se ocupaban de sostenerme, elevarme de nuevo en último esfuerzo, sólo vi que la rueda era izada y engastada en la muesca de un mástil, que fue alzado en toda su talla. Los restos mortales de Widukind se quedaron allí arriba, en lo alto, atados, partidos, retorcidos, y su sangre comenzó a manchar aquel palo mayor, resbalando lentamente. Su cabellera libre era ahora un esparto apelmazado, su cabeza, una nuez a punto de desprenderse.

Como aquella rata me pareció el pueblo entero alrededor, inmundo e ignaro cual los ha descrito la Sagrada Escritura. Continuaron riéndose y vitoreando al ejecutado como si de una gran victoria se tratase. Los verdugos recibieron aplausos y les regalaron embutidos algunas ancianas, que traían en sus cestos celosamente custodiados, tal era su agradecimiento. Se hizo fiesta aquel día, soplaban las cuernas y los instrumentos eran tañidos en corros que tardarían muchas horas en disolverse. Esperaban que los cuervos desollasen su cuerpo entero, terminando el trabajo de los ejecutores. El mundo festejaba la muerte de un asesino; yo, sin embargo, lloraba el asesinato de un héroe.

La perfidia de Carlomagno, la injusticia perpetrada en el nombre de Cristo, me amargaron el pensamiento. Como fue considerado demasiado bárbaro dejar los restos allí, por ser un enclave religioso, esperando a que las aves carroñeras lo hiciesen trizas en su codicia, se decretó no postergar más el final inevitable de aquella presencia. Tuve que huir lejos para ponerme a salvo de lo que había visto, mientras la hornija ya crepitaba y un clamor de voces se atorbellinaba como segunda ignición alrededor de las verdaderas llamas, aquellas que se encargaban de hacer su trabajo, pues son discípulos del diablo y cumplen con el destructor propósito para el que fueron creadas, sin piedad de hombres o mujeres, de la Natura que devoren en su camino.

Y así, mientras el clamor crecía y el ardor se levantaba en una lengua flamígera, consumiendo la vida de un héroe con la ligereza con la que se abrasa la paja, en mi alma ardieron de manera definitiva muchos pensamientos que había protegido sólo con la fe y con la fuerza pura de la fe. Huí lejos de quienes debían cuidar de mí, en medio de la confusión general causada por la prematura hoguera. Me incliné envuelto en mis hábitos, y el tiempo me abandonó y no reparé en el frío que me envolvía muchas horas más tarde.

Sentí mi cuerpo aterido. Casi no podía moverme cuando creí despertar. Me pregunté si realmente no sería yo el que estaba ya muerto y transfigurado, pero al intentar levantarme noté el frío ya aposentado mis rodillas y en todos mis huesos.

Era cerca del alba. La luz cárdena se apartaba y las estrellas, serenos ojos de ángeles, parpadeaban indiferentes en sus sempiternas esferas. Me alcé como mejor pude y miré alrededor, siendo aquella gelidez mortal una capa que colgaba de mis hombros. Ya no había nadie, y un silencio de muerte, apenas roto por los ladridos de unos perros, dominaba el escenario de la injusticia. Rodeado de mudas casas donde antes se había hacinado el gentío, el altar del sacrificio humano humeaba. Posiblemente ya estaba muerto cuando lo quemaron. No habían apartado las cenizas. Restos del astil carbonizado se amontonaban en el centro. Era imposible distinguir los huesos o el cráneo. Quizás habían sido robados por algún alma pagana.

Me alejé de aquel escenario temblando, y huí hacia el alba en los campos, y no dejé de caminar hasta el desolado amanecer, cuando llegué a las aguas puras de un arroyo que discurría a las afueras de la ciudad, y allí me lavé el rostro.

Al verlo reflejado me di cuenta de que tenía que acabar lo que había empezado, y al fin comprendí que muchas de las enseñanzas de Remigio eran veraces. La injusticia ejercida contra Widukind no era menor que aquella practicada contra otros. Y se hacía en el nombre del Dios Creador.

Tenía que encontrar el libro, y redimirlo. Adopté la misión de Alfredo como propia, y me juré a mi mismo que arriesgaría la vida en el empeño: debía salvar cuanto allí estaba escrito, y ponerlo a buen recaudo en las bibliotecas del sur, donde sería copiado y divulgado. Entonces lo entendí todo, como si una lanza de diamante hubiese atravesado mi cerebro, claro, perfecto, ya inmaculado: no era cosa de unos pocos hombres el decidir lo que otros podrían o no leer, y era asunto de ellos juzgar lo escrito según su propio entendimiento.