IX

¿Qué justicia era esa que se perpetraba ante mis ojos? ¿Quiénes eran los corderos disfrazados de lobos, y los lobos disfrazados de corderos? El verdugo se aproximó por la diestra con la parsimonia de un carnicero que prepara la res para sus cocineros, elevó la tenaza y se acercó más a él. Widukind, que hasta ese momento había semejado la viva imagen de la indiferencia, causando así el hastío de la muchedumbre y el aburrimiento de sus torturadores, se ladeó con rapidez, se desfiguró girando sobre la atadura a su espalda y descargó sus últimas fuerzas, pero todas ellas, contra la rodilla del que buscaba su oreja. El golpe, tan magistral como podía darlo un hombre de guerra como Widukind, obligó a la voluminosa rótula a volverse contra natura y el verdugo cayó derribado en medio de un alarido que causó primero espanto y después furia en el gentío.

Su compañero se enfrentó a los ojos coléricos del reo. Y yo sabía cómo era ese mirar, desbordado y azul, profundo y gélido, atroz, cargado de presagios como las pupilas del gato salvaje. Socorrieron al que había caído retorciéndose de dolor. Se sonrió, con más miedo que satisfacción, el verdugo en pie. El otro, al ser izado, alzó las tenazas de hierro con el propósito de destrozar la cabeza del reo, y éste se aproximó a él para ponérselo fácil. Pero no le dejaron y detuvieron su brazo, y lo retiraron del cadalso en medio de ruidosa confusión. Otro compañero que venía a sustituirlo le quitó la capucha, que vistió al subir rápidamente los peldaños, y se enfrentó al provocador, intercambiando miradas con el más indeciso de los ejecutores. Tomó el látigo y golpeó una y otra vez a Widukind en el rostro y el pecho. Parecía que éste quisiera atraparlo con la boca, como para morder sus colas, pero sólo logró que le despedazasen aún más la cara, y era terrible aquella visión empapada en sangre. Se debilitó al fin y cayó de rodillas, y al fin, vencido, entre cabeceos y espumarajos, lo desataron y lo ataron a una rueda a donde quedó firmemente sujeto.

La humeante comitiva se abrió paso hasta el patíbulo, y los hierros candentes ascendieron con su brasero. Con un martillo partieron sus piernas y sus brazos a golpes secos. Una vez inmovilizado, pero plenamente consciente todavía, contemplé el espantoso horror ante cuya memoria siento absoluta vergüenza. La jaula, que contenía una gran rata negra, fue depositada en el cadalso. Sobre el vientre del héroe se colocó una pequeña prisión cuya base estaba abierta y se ajustaba al abdomen. En la parte superior del armazón, de forma cóncava, pusieron ascuas ardientes. Aseguraron el diabólico ingenio con cintas que cruzaban la espalda de Widukind. Por último, abrieron una portezuela en el enrejado y lo abocaron a la salida de la jaula en la que la gran rata, inquieta, rebullía recelosa y ansiosa por huir. La azuzaron con un punzón rusiente que introdujeron en su cárcel particular y el animal huyó al habitáculo atrapado sobre el vientre de Widukind. En cuanto estuvo allí, cerraron la portezuela, apartaron la jaula en la que había estado presa, y añadieron más brasas al rojo sobre el espacio cóncavo.

La rata, viéndose encerrada en aquel hueco y sintiendo el calor que emanaba del angosto tejado de su nueva prisión, que transmitía el ardor a toda la estructura de hierro, pugnó por escapar y empezó a escarbar.

Escuché el alarido de mi amigo y comprendí la infamia sin par que iba a acabar con su vida. Los ejecutores accionaron los fuelles que empuñaban para aumentar el ardor del brasero.

La rata, último e ignorante verdugo, comenzó a excavar y a morder la carne que se extendía bajo sus uñas con premura y desesperación. Los gritos treparon a los altitonantes cielos en vano, pues una enorme risa se multiplicó entre el gentío. Los niños señalaban el prodigio, riéndose, los ancianos se esforzaban por contemplar los estertores del condenado a muerte. Otros se quejaban de que la rata acabaría demasiado pronto con él, argumentando que eso no era justo después del mucho dolor que había causado aquel asesino con sus crímenes.

Sé, aunque no lo vi, porque me era imposible continuar observando la tortura, que la rata comenzó a despedazar el vientre de Widukind. Las voces comentaban el suceso, excitadas y satisfechas. Un coro de insultos, disonante y sin armonía, contrapunto absoluto de la música cantada, que debe ser un pálido reflejo del canto celestial y de las proporciones que en todo rigen el altísimo universo alrededor del Santo Padre, homenajeó aquel momento lleno de brutalidad. Mis ojos se atrevieron a abrirse, extendí los brazos para ofrecer mi abrazo final al alma de mi amigo, pero sólo vi la silueta de la rata, por debajo de la rueda, que ya había logrado atravesar el cuerpo huyendo del calor para escabullirse entre las piernas de uno de los verdugos, que dejó caer su hacha buscándola sin éxito. Al verla saltar, bañada en sangre, la multitud se apartó excepto la figura de un sombrío encapuchado. Me di cuenta de que había caído sobre el rostro de Arnauld, y por lo que escuché sus afiladas uñas habían dilacerado la delicada piel del Ciego de Goth.