Se había elevado un rugido de la multitud por detrás, alrededor y por delante de mi insignificante presencia.
Un populacho de simples se reunía, maloliente como sólo puede serlo aquel que se hacina en ciudadelas pobres bajo el protectorado piadoso de los monasterios y abadías, al pie de los edificios, rodeando el cadalso hasta donde la mirada pudiese abarcar desde cualquier ventana del conjunto abacial.
Aquel ejército de labrantines, arrieros, mesegueros, de mozas y viejas, de artesanos, pordioseros, miserables, lisiados, nobles, arqueros y porquerizos…, así el pueblo en toda su gloria y en su abrasadora pobreza volcó su miedo, su ira y su hambre sobre la figura humana que fue descubierta por los verdugos, tras ser atada de manos a la cadena clavada en el mástil del martirio.
Verdura podrida y pestilentes alburnos fueron arrojados contra ella desde las primeras filas, que tuvieron que ser contenidas por dos hileras de soldados, los cuales, escudo en mano, no dudaron en sacudir las porras dentadas contra quienes pretendieron romper el cerco para acercarse al cadalso.
Sumido en la vociferante multitud, me pareció la peor horda que he presenciado en toda mi vida, a pesar de los muchos y sangrientos campos de batalla que he testimoniado contra mi voluntad, no sólo por el tamaño de la injusticia que allí se perpetraba sin conocimiento de causa, sino por el apetito de sangre y de destrucción que emanaba a mi alrededor, el odio que leía en aquellos ojos, la crispación que enervaba los puños, los dedos, las manos alzadas. Cada hombre y cada mujer, hasta donde alcanzaba mi vista, deseaba la muerte del que suponían culpable con tanta fuerza de su corazón, que no pude sino sentirme hoja en el torrente, cáscara en el océano bajo las alas de una tormenta.
El oleaje humano se desbordaba, me sacudía, se inclinaba como un monstruo, y cada persona era cual escama en la piel de una víbora gigante que ya se enroscaba sin remedio alrededor de su víctima.
Y allí en medio se hallaba mi hermano, mi alumno, mi obra, el que doblaba mis pasos en una senda paralela, distinta, pero semejante. Habíamos sido como los dos pies de un caminante que recorría una vía de misterio por la faz de este mundo. Allí estaba Widukind, el héroe de un pueblo, el que yo sabía sería recordado por los siglos venideros como adalid de libertades y justicias imposibles, para sufrir el calvario de un asesino de mente enferma, cuya mayor hazaña en la guerra había sido despedazar en el terror de su deseo la infancia de criaturas inocentes, y el cual, para más locura, en realidad seguía suelto. Las palabras de Remigio acudieron a mí en ese momento, todas ellas, cuantas había oído, y me parecieron la guía auténtica y la única forma de salvación, la revelación final de la Verdad. Remigio había rememorado una y otra vez el horror de la Matanza de Canstatt, y en su nombre había obrado en rebeldía herética. Pero detrás de estos hechos yo sólo escuchaba sus discursos sobre la fatalidad humana y su ardiente inferioridad. Y allí estaba el inocente, una vez más, muchos siglos después, siguiendo los pasos del Redentor. Pasión y muerte de Cristo, y de nuevo se repetía el castigo al héroe, al pastor, al que guiaba a los pueblos, al que se mantenía fiel a la Verdad, porque la Mentira es una serpiente de muchas colas y bocas, y todas hablan a la vez, todas se enroscan a la vez, todas muerden al mismo tiempo. Y comprendí las palabras del proscrito, y me di cuenta de mi estulticia, de mi necedad y de mi estupidez, cuando por años enteros me habían dejado deambular vivo con mis inmaduros principios entre sus fines gloriosos. Aquellos hombres de la altura. Aquellos que me habían abierto los ojos para descubrir sólo la venda de niebla que los cubría.
Sentí dolor con el primer golpe, al contemplar el rostro abnegado de Widukind. Le habían dañado mucho la boca, dientes, lengua y garganta para evitar sus gritos y así, como ya había leído en otra parte para mi desgraciado saber, mostrar a todos la incapacidad de arrepentimiento de aquel reo y al mismo tiempo, habiendo sido cambiado por el otro, el que capturaron en verdad y cuya culpa ya dudaba yo en aquel delirio de mentiras, impedir que dijese algo inconveniente que levantase la más mínima sospecha.