Acompañé al Ciego de Monsalvat hasta los dominios del abad, y allí le conté mi profunda inclinación cristiana, sin dar detalles de mi vida que pudieran desvelar mi verdadera identidad. De este modo, le expliqué que mi madre me había entregado siendo un huérfano, y que había aprendido a leer y escribir gracias a cierto monje. Me demandó un nombre, y le di el del viejo Ebo, a quien yo sabía muerto años atrás cuando Widukind atacó Friedeslare y prendió fuego a su iglesia.
Una vez supo esto de mí, Arnauld me concedió los votos y me pidió que ayunase y que rezase, para prepararme ante la prueba que me esperaba. Pasé el día entero de esta manera, hasta que a la noche sirvieron en mi celda leche caliente de cabra y unas hogazas de pan. Comí y me persigné. Sólo el rezo incesante me permitía salvar la visión del inmenso abismo por encima del cual caminaba como sobre un hilo. Y no era ese hilo mi vida, insignificante en la cuenta de la eternidad y en la visión de Dios, sino mi alma, y el dolor absoluto al que estaría condenada. Me sentía pecador ya y perdido, pero en mi pecado y en mi mentira encontraba un modo de precipitarme, ejerciendo los principios cristianos que albergaba en mi corazón, en la verdad última de mi vida misma, a riesgo, o con alegría, de al fin hundirme en la honda sima sobre la que había caminado desde que se iniciase la Misión de la Espada en la que había participado junto a Alfredo de Durham. Con la certidumbre de que la Verdad se hallaba más cerca que nunca, mi rezar me iluminó.
Las palabras de Alfredo en la hoguera cayeron en medio de mis rezos como el último espasmo de una maldición que acompañaba toda mi vida. Y, si Alfredo había pronunciado una maldición, ¿a quién sino a mí debía seguir cual espectro? ¿Para qué otro destinatario podría haber deseado Alfredo esa blasfemia? Y entonces la maldición me resultó desafío, y el desafío, engaño, y el engaño, acertijo, y los hechos rotaron en mi mente por detrás de las oraciones que repetía en voz alta, pero mientras mi razón se extendía por detrás y por encima de los rezos, y por debajo de ellos, al fin la cadena de pensamientos derivaba en su propia lógica austera e insalvable.
Siete arcángeles custodian
Veinte arcos de rosas,
Con nueve a su vera suman la entera eternidad,
Y donde nada hay nada se encuentra…
Alfredo se había marchado para entregar la copia del Evangelio de la Espada a otros monjes que simpatizaban con las enseñanzas del heresiarca. ¿Dónde había quedado el libro? Nadie lo había mencionado. Por supuesto, ¿por qué habrían de divulgar semejante secreto, que en realidad desean enterrar en las llamas? No lo harían. Lo habían encontrado, lo habían capturado junto a Alfredo… En tal caso, ¿qué quería decir Alfredo con esas palabras? ¿Por qué repetirlas ante el martirio de su esposa y amante? Yo conocía a Alfredo, el altivo desprecio de su intelecto, su concepción de las ideas cristianas, y no habría dedicado un solo aliento de su voluntad a imprecar a una multitud que consideraba ignorante y engañada, no le habría prestado el más mínimo interés a las puertas de la muerte… Sólo habría tenido palabras de amor para su mujer, endulzando con promesas enaltecidas de eternidad el oscuro momento de rabia en el que estaba siendo despedazada. La habría aliviado con sus últimos ayes… Y en lugar de eso, repitió incesantemente ese sinsentido, un acertijo… Lo repitió porque deseaba que todos lo escuchasen. Lo repitió porque quería que no pasase desapercibido. Lo repitió porque tanto enemigos como espías aliados presenciaban su ajusticiamiento. Era un acertijo, ahora lo comprendí de súbito con la claridad de un rayo que estalla en la noche e ilumina una gran comarca en tinieblas: el libro estaba escondido en la biblioteca de Fulda, y las palabras de Alfredo eran un enigma que conducían a él. Si el Templo de la Espada había ardido por orden de Remigio, entonces era ya la única copia existente del Evangelio de la Espada, y Arnauld había venido a Fulda a recuperar el libro a cualquier precio.
La cerradura había girado, la puerta se había abierto. Las antorchas ardían ante mí; sin embargo, yo seguía recitando el Credo in unum Deum invariablemente, y aquella frase se había quedado suspendida en mi mente como el verso de un poeta pagano.
Entonces el Ciego de Monsalvat me llamó por mi nombre:
—Angus, joven, es hora.
Seguí los pasos breves, meditabundos, de Arnauld, tras el séquito que empuñaba las antorchas, y el resplandor era como una lengua de fuego que lamía la aspereza de los túneles más recónditos. Descendimos a los cimientos de la fortaleza de Dios, y allí al fondo la puerta de hierro se perfiló, empotrada en su arco de piedra. Los soldados me miraron con indiferencia. Las antorchas se movieron como libélulas de rojas alas. La puerta se abrió ante nosotros y la luz, al principio, no quiso entrar en la honda foscura que se hundía como en un abismo. Los peldaños bajaron, la bóveda se alzó, las ratas huyeron ante los soldados.
Sólo vi un hombre encapuchado, sin duda alguna encadenado por la espalda, sin margen de movimiento, a uno de los pilares de la tierra. Los soldados revisaron los grilletes y asintieron, se alejaron y colgaron dos antorchas de las paredes.
La mano de Arnauld, de huesos duros y cuyo frío traspasaba mi manto y mi piel hasta helar mi osamenta, se posó en mi hombro.
—Hermano, cumplid los votos de Dios, conversad con él, prestad consuelo a esta alma desviada, pues está en su derecho cristiano antes de recibir la purificación.
Retrocedieron todos y escuché detrás cómo la puerta se cerraba. Un hondo silencio me envolvió. Los ruidos del pasillo se distanciaron. La lenta comitiva de Arnauld ya se había marchado. Las voces de los carceleros resonaron como llamadas de las profundidades. Se escuchó una risa lejana, los pasos apresurados y pesados, cadenas que se arrastraban, y después el más hondo y terrible de los silencios. Volví hacia la puerta y traté de oír, si acaso una voz amiga me recordaba el canto de aquel hermano mío al que en verdad había buscado, antes de acabar en presencia de un nefando asesino.