IV

Poco después, el reo había desaparecido y sólo quedaba el gentío enfurecido y ávido de venganza. La captura fue celebraba durante todo el día, sin plantearse duda alguna sobre la veracidad de aquellos hechos. El dolor causado por los execrables asesinatos y la necesidad de encontrar un culpable eran tan grandes, que el más mínimo indicio habría bastado para fallar en contra de un sospechoso sobre cuyos hombros recayese el odio popular. Sentí lástima de aquel reo, si bien todo lo que se contaba apuntaba hacia una justa condena, y esa misma noche sucedió algo que alteró profundamente, una vez más, el sino de mi vida.

Estando presente el mismo Arnauld de Goth en la abadía, éste se oponía a que la tortura del sospechoso se efectuase sin antes reconocerle el derecho a la confesión. Sin embargo, nadie en toda la abadía de Fulda se atrevió a conceder semejante favor al inculpado. Quienes ya tenían la potestad para hacerlo se negaron y el propio Arnauld lo convirtió en una prueba de fe y no dejó que ninguno de sus colaboradores, campeones de la fe venidos a Fulda por otros asuntos, se ocupasen del caso. Dada esta insólita circunstancia, que no fue bien recibida por todos, Arnauld decidió reunirse con los monjes en todas las dependencias de la abadía, visitándolos en sus quehaceres e interrumpiéndolos. Al llegar a la biblioteca, un silencio de muerte ya se había extendido cuando se supo que venía acompañado de sus lazarillos. Los amanuenses, los miniaturistas y los lectores no levantaban sus cabezas de los libros. Arnauld de Goth, no obstante, avanzó con la majestad de un águila decrépita que arrastra sus alas negras.

—Hermanos de Fulda, como a otros antes, un viejo ha venido a alterar vuestra tarea, y os pido perdón por ello. He velado por la fe durante muchos años y me sorprende que en este asunto todos deseéis quedar al margen. Alguien debería conceder la piedad que ese reo se merece, aunque sea culpable de tan horribles actos por los que abandonará un alma endemoniada…

Levanté la mirada y me di cuenta de que, a pesar de ser un ciego, sus ojos eran temidos por cuantos lo conocían: nadie se atrevía a mirarlo. Sus lazarillos esperaban detrás de él, atentos para socorrerle si se precipitaba en una dirección incorrecta. Mientras hablaba, no dejaba de admirarme de su destreza y al mismo tiempo de su invencible fragilidad.

—No quiero sino apelar a vuestra piedad para ejercer el voto de la compasión, pues es sencillo entregarse a las verdades divinas con el aliento de la palabra y del pensamiento, pero, ay, ¿qué sería de la fe sin el brazo firme que ha de blandiría y protegerla? Y eso, en contra de lo que muchos creen, sólo se lleva a cabo con el amor, y el amor requiere paciencia y compasión. Busco un alma caritativa, un hombre que se quede a solas en las tinieblas con ese reo, que se atreva a conceder la paciencia que requiere su cuestionario, pues habéis de saber que ahora se arrepiente de sus actos, y que suplica la piedad cristiana que no ha de ser negada. Compasión, no sólo confesión, demando yo para este hombre, antes de que sea enviado a la purificación en el montón de leña…

El abismo que se había abierto en mis entrañas tantos años atrás me empujó a hacer lo que hice, y así me puse en pie, sin decir palabra alguna, y sentí cómo poco a poco todas las miradas se detenían en mí.

—¿Qué sucede…? —preguntó Arauld al percibir la señal de sus lazarillos—. ¿Quién desea hablar?

Pronuncié mi nombre, y mentí, asentando un falso linaje para librarme de toda sospecha:

—Angus de Friedeslare.

El gran gato de Edgardo, que acostumbraba a merodear mi escritorio, se inquietó; las glaucas brasas de sus pupilas se desgarraron en fatales designios. Luego huyó con un salto y fue a ocultarse entre los armaría del laberinto bibliotecario.

—Angus, hermoso nombre el que os dieron, y ciudad de voluntariosa fe aquella en la que nacisteis —dijo Arnauld, aproximándose a mi—. ¿Estáis dispuesto, joven, a dar esa compasión al asesino?

Asentí brevemente, sumiéndome de nuevo en extraños pensamientos.

—En tal caso, acompañadme, Angus de Friedeslare.

Sin mirar ya a uno u otro lado, evitando los ojos de cuantos presenciaban mi temerario acto de fe, me convertí yo en lazarillo de Arnauld y caminé a su vera esperando hallar redención para mi culpa en aquel acto que me conduciría, como pasadizo ya bajo cementerio, al interior de todos los misterios que habían rodeado mi vida. Si Arnauld había puesto en marcha la misión de Ebo de Colonia, en la que yo participé por casualidad y llevado por la fe, ¿quién sino él para que ese viaje acabase de un modo u otro…?