III

Incapaz de encontrarme con Widukind, a quien supuse cautivo y aislado, me entregué a un sueño inquieto. La llegada de aquellos nombres me causó pesar y un temor que no me abandonó durante esa noche. Presentía que algo terrible iba suceder y devané mis pensamientos hasta el sinsentido y el agotamiento.

Las revelaciones enturbiaron las últimas horas de oscuridad, en las que caí en un ligero sueño que no fue interrumpido sino por el griterío desgarrador de una muchedumbre, como una jauría humana o la llegada de la temida Cacería Salvaje cruzando los cielos con el espectro de Teodorico a la cabeza.[6]

Al enderezarme me di cuenta de que había dormido en el fondo de una despensa, y en la cocina de al lado se había sustentado un debate entre cocineros y mesegueros que no se atrevieron a abandonar la abadía hasta la llegada del alba. Me asomé al ángulo de una ventana. Abajo, una violenta multitud corría como un torbellino al pie de los imponentes edificios. Creí soñar una pesadilla, pero estaba despierto. La campana de Adalbert sonó como un clamor que llamaba a las puertas de los cielos.

Descendí a los pisos inferiores y allí me sumé a los muchos monjes y sirvientes que presenciaban el suceso, rodeando a los soldados.

—¿Qué ha pasado?

El que estaba junto a mí así me respondió:

—¡Han capturado al hombre-lobo!

Mi asombro fue en aumento y, aunque me dejé tentar por el júbilo, pronto quise reconstruir el relato de su captura y entender por qué estaban tan seguros de que ese hombre, aparentemente de carne y hueso, era realmente y sin lugar a dudas la bestia inmunda que habían perseguido durante años.

Se decía que había sido atrapado justo después de transformarse en fiera. Desde hacía algún tiempo, ya se sospechaba de él, y la investigación, mantenida en secreto, se había saldado con su apresamiento. Era un hombre grande, algo desproporcionado y desfigurado, de pocas palabras, y daba la impresión de ser más estúpido que astuto, decían quienes lo habían visto. Trabajaba como leñador y pasaba mucho tiempo en los bosques. Se servía de un fajín embrujado por los aquelarres del norte, en virtud del cual podía transformarse en lobo. En una de sus cabañas más recónditas habían hallado prendas de muchachas desgarradas, así como garras de oso, grasa de lobo en abundancia, colmillos y fauces que atribuían a sus congéneres, con los que habría perpetrado aquellos crímenes y a los que, incluso, debía haber matado con sus propias mandíbulas, por ser más grande y fiero que ellos.

Vi con mis ojos cómo lo sacaban de un carro con barrotes de madera, como una jaula para osos, y estaba encapuchado y maniatado, y de sus pies colgaban pesadas cadenas. Los soldados lo arrastraron entre feroces gritos, mientras las gentes subían a la abadía, desbordando su plaza, pidiendo justicia.