Mientras tanto, un nuevo acontecimiento, que movía mi corazón más que ningún otro, vino a amargar mis preocupaciones.
Deseaba despedirme de mi amigo y del que había sido como hermano de sangre. Widukind residía en Fulda en el más estricto aislamiento, como también vivía su hija, que se ocupaba maternalmente de su joven hermano. Pero no fue posible encontrarlo en momento alguno, y esto entristeció mis días. Las largas horas en el scriptorium al dictado de Edgardo pasaban raudas aquel invierno, y el mundo envejecía día a día, mientras las noticias de la cacería eran confusas. No se hablaba de otra cosa en las cocinas que de aquel monstruo. La oscuridad se volvió más densa que nunca y nadie osó pisar las tinieblas, incluso en el entorno de la abadía o en la aldea. Los caminos quedaban desiertos en la noche, y los andantes de aquellos tiempos evitaban la región o permanecían agrupados hasta el amanecer.
Llegó a sus oídos, también, lo referente a la muerte de Alfredo, que ya era un cuento de biblioteca y que algunos hermanos, inclinados a las historias de los herejes, anotaron. En una breve crónica que rememoraba todas las ejecuciones heréticas que habían sido presenciadas en Reims, se encontró con las curiosidades de cada caso, y allí estaban escritas las palabras que Alfredo pronunció sin pausa con sus últimas fuerzas mientras su mujer era torturada y quemada, antes de que los verdugos le arrancasen la nariz y lo ahogasen en su propia sangre.
Con lágrimas en los ojos, y piedad sin límites, leí los versos de la maldición que Alfredo lanzó a la multitud:
Siete arcángeles custodian
Veinte arcos de rosas,
Con nueve a su vera suman la entera eternidad,
Y donde nada hay nada se encuentra.
Estaba convencido de que Alfredo lo había hecho con alguna intención oculta y última, y las largas disquisiciones que el autor adscribía a esta profecía o maldición me resultaron tan erróneas como movidas por la morbosa curiosidad humana cuando se siente motivada por la lujuria de la tortura, en el delirio de inocencia que causa alivio en quienes se sienten renacer ante la aniquilación de otro ser humano, cargado de culpas inapelables.
Por esas razones me había abstenido de mi condición de benedictino y no había entrado en Fulda como un hermano, temeroso de los interrogatorios a los que sería sometido y deseoso de desvelar la verdad, esa final y nebulosa incertidumbre que nublaba mi vida y que se ocultaba detrás de mantos negros, envuelta en todos ellos, siempre inalcanzable como en una permanente oscuridad.
Consciente de mis culpas, preferí retenerlas un tiempo más hasta esclarecer los hechos de mi vida. Para ello, me había propuesto reunirme con Widukind, pero esto pronto pareció imposible, aunque él estuviese escondido detrás de aquellos espesos sillares que con sus hiladas aseguraban recintos impenetrables en los cimientos de la abadía. Así, el enigma que Alfredo me arrojaba desde el umbral de la muerte me alcanzó como un rayo y no me dejó en paz un solo momento.
Más fuerte fue este impulso cuando las noticias de la muerte de Remigio el Piadoso llegaron a Fulda y fueron comentadas con fervor en la biblioteca. Según los emisarios, una compañía de caballerías se había destacado en busca del templo, el cual doblegaron a pesar de la resistencia que los seguidores del heresiarca opusieron. Sin embargo, según ciertos soldados, cuando lo conquistaron ya estaba en llamas. No me cabía duda alguna de que el propio Remigio lo había entregado al fuego para evitar el saqueo de sus secretos por parte de los perros del Rey. Con esta noticia, Sajonia ya había sido reducida, y junto a esta nueva se habló de la deportación de miles de sajones, ordenada por la corte de Carlomagno, impidiendo otros levantamientos.
Los cuentos de la Lanza de Longinos también circularon, y se comentaron más que nunca los rumores sobre el pálido Parzival, su misión, sus visiones, su conversión tanto tiempo atrás, y que al fin había retornado con la lanza misteriosa. Pocos días después una comitiva que venía para emprender nuevas redadas en busca del asesino que atormentaba la región escoltaba al mismísimo Parzival. Las antorchas circulaban en orden y los caballos tomaron la pradera detrás de los edificios de la abadía. No supieron si la Lanza de Longinos, o los restos de la misma, venían en las manos de Parzival, o si sería custodiada allí, pero lo que quedó claro es que el propio Parzival había llegado en compañía de su mentor, Arnauld de Goth, y entonces negros presagios volvieron a embargar mi alma.