Fueron quizá los pasos de Alfredo de Durham, cuyas huellas me adentraron en el misterio que describe esta crónica mía, los que inspiraron mi decisión de visitar Fulda. No sólo se trataba de la abadía más próxima a Sajonia, sino aquella en la que Alfredo había sido capturado. Al mismo tiempo, era en Fulda donde se decía que Widukind vivía retirado en vida espiritual tras convertirse al cristianismo, y este hecho me atraía, anhelando un encuentro con él. Guiado por la culpa y motivado por ella, quise entregarme así al destino que me aguardase, por fatal que éste fuese. Al llegar a la aldea miré los edificios abaciales, y permanecí entre los pobres mendicantes como un viajero más perdido en los caminos. Mis hábitos, que ya no eran los de un benedictino sino los de un clérigo andariego y sin confesión, me parecieron adecuados, pues mi desvío de la fe cristiana había sido tan grande que no merecía otro trato mejor.
Como en los días de mi primera juventud, cuando piadosamente fui apartado de mi inclinación al saber por la mano de mi maestro, Bernardo de Mortrand, volvía sentir necesidad de una biblioteca, y esta vez el haber permanecido tanto tiempo extraviado en las sombras me pareció suficiente razón para aproximarme a la abadía, donde ofrecí mis servicios como amanuense.
Un hermano alto y delgado, de facciones consumidas y escaso verbo, llamado Edgardo, cuyo único amigo parecía ser un enorme gato manso que gozaba de inaudita libertad por aquellos aposentos, me ofertó una prueba, dado que su vista había perdido el filo de la juventud y ya no podía leer con tranquilidad ni tampoco escribir con la soltura de antes. Al ver mi caligrafía me comunicó que aceptaba mis servicios a cambio de comida y fuego, y con eso, además, tuve asegurada mi presencia en la biblioteca.
Por aquellos días oscuros no se hablaba de otro asunto en Fulda que no fuesen ciertos actos abominables de los que me avergüenzo al dar cuenta, y que hacen temblar mi pulso y vacilar mi juicio al verme obligado a evocarlos. Sin embargo, como sé que este enfermo libro que escribo no será leído salvo por su autor, y dado que su autor lo ha escrito en acto de confesión, para asumir así hasta al final de los tiempos sus culpas y rendir cuentas por sus muchos pecados ante el Altísimo, los anotaré a riesgo de mi mayor castigo, que ya difícilmente puede ser indultado y que me llevará a los círculos del Infierno tan pronto como el último aliento abandone el cerco de mis dientes.
La región, donde los caminos discurrían por fragosas veredas en cuya perdida espesura se esparcían minúsculas aldeas, vivía aterrorizada por sucesos monstruosos que venían ocurriendo desde hacía algunos años. No seguían una secuencia lógica, ni acontecían siguiendo un patrón de tiempo y lugar. Era un terror súbito causado por actos atroces, que brotaba en algún rincón indefenso, a una hora imprevista. El miedo a las invasiones sajonas había sido acompañado y, tras la entrega de Widukind, sustituido por sombras más negras, por males que se arrastraban por aquellas tierras al amparo de la noche y de ese manto de superstición pagana con el que la población conversa todavía envolvía sus corazones.
Buena parte de los rituales antiguos, que se atribuían al dios que los daneses llamaban Odín o Wuotanc y Wuoden, entre los anglos y los sajones, y muchos otros nombres que venían a significar Rabia, Cólera o Furor en la lengua de los libros latinos, se celebraban a la luz de la luna. El claro sublunar otorgaba una magia maligna a la mayoría de los actos sacros que se desarrollaban bajo su auspicio. Y en esto, como es bien sabido, no hay criatura enemiga del rebaño mejor conocida que el lobo, quien adora y canta a la luna y se inspira en ella para llevar a cabo sus fechorías. Era a la luz de la luna cuando éstas llegaban al corazón de las aldeas, con más frecuencia en los crueles inviernos, donde asediaban los establos poseídos por una extraño furor que entre los lugareños, a pesar de haberse entregado a la fe cristiana, no era sino venganza del rabioso dios destronado. Y era en noches de luna llena cuando cierto lobo atacaba no sólo a los rebaños, sino también las cabañas de sus pastores.
Así, el dios venerado devino atroz asesino, como si la mala conciencia no fuese capaz de abandonar a aquel pueblo inculto y convertido por la fuerza de la ley al cristianismo gracias a las misiones benedictinas y los decretos del Rey de los Francos. La pesadilla pagana encontraba substrato en el miedo al señor, que es el poder del diablo.
Este hecho se repitió durante años, hasta que las matanzas de cierto lobo se hicieron más truculentas de lo habitual y dejaron de acontecer en medio de la noche, dándose también a pleno día, con ataques sangrientos contra mujeres y niños. Además de las arremetidas de los lobos, que fueron quedando desterrados y contenidos por el fuego y la vigilancia de los establos, tuvieron lugar actos abyectos cuyo relato terminó por provocar el terror de las buenas gentes así como la inquietud de los gobernantes de aquellas tierras. Las víctimas de esta bestia eran sorprendidas a solas y despedazadas a mordiscos, desgarradas sin piedad con largas uñas. El hecho llegó a causar tal pánico, que cierta aldea perdida en los bosques del oeste fue abandonada por las familias que le daban vida, temerosas de un nuevo ataque, después de que tres de sus mujeres y siete de sus jóvenes hijas fuesen muertas de manera tan cruel como infame en el día en que celebraban la cacería de San Nicolás.
Aquella mañana vi cómo una partida de caballeros francos, rodeada de un clamor de campesinos, sirvientes y granjeros que agitaban sus aperos y sus arcos, partía en busca del hombre-lobo, como había sido conocido en la región de Fulda. Si existía, yo dudaba en gran mesura que fuesen a atraparlo, y mucho menos a la luz del día. Había vivido en el corazón de las tinieblas paganas durante años y sabía de sus mitos, leyendas y cuentos. Y si se trataba de un hombre-lobo, asunto que recelaba, entonces se serviría de algún poder de transformación a la luz de la luna, mientras que en días comunes conviviría con hombres y mujeres sin que nadie pudiese descubrir sus inclinaciones. De cualquier modo, por aquellos años y tras mis experiencias, empezaba a creer más en la maldad humana que en las magias de los paganos.