XLII

Tras aquella ceremonia y el solemne ágape que se celebró, Widukind pudo estar a solas con su hija, conversar con ella y conocer a la criatura que traía en sus brazos. Supo que no habían sufrido daño alguno desde su captura, pero le fue referido con una sombra de horror cómo la aldea natal fue arrasada por el escuadrón; que los monjes cristianos iban a la cabeza del mismo, y que uno de ellos había velado por la misión. Después, Widukind le pidió que tuviese entereza ante todo lo que pudiera suceder en el futuro, y que se entregase a él sin dejarse embargar por el pasado.

Su hija lo miró como tratando de deshacer los muchos enigmas de la vida que se agolpaban ante ella, y aun incapaz de comprenderlos sólo tuvo amor para su padre. Widukind se dio cuenta de que le había ocultado lo referente a su madre, de que no deseaba transmitirle lo que había visto. Sólo así entendía la pena terrible que llegó a sofocarla, hasta robarle el aliento, mientras le narraba los hechos, en los que su padre era capaz de leer las omisiones como sentencias en blanco, ocupadas por los más violentos accesos de dolor de la joven. Sabía que su hija tenía un alma grave, y que como tal prefería cargar con los males por sí misma, sin compartirlos inútilmente con un padre que se había visto en la necesidad rendirse para salvarla. Decidió reservarse sus dolores de alma con la paciencia propia de su estirpe.

Widukind se despidió de su hija con una larga mirada. Parecía completamente cambiada con aquellos hábitos. Apenas había levantado la vista del suelo, dejando ver su rostro, y sólo había buscado, entre aquella multitud de hombres, la figura de su padre. Y él se había mostrado indiferente al mundo, hierático y grande como la mañana o el sol del amanecer, sólo para iluminarla a ella y dejar en su alma el recuerdo del padre que ella se merecía por toda su vida. Lamentó en su presencia no haber podido sellar el último adiós con un solemne ósculo en su frente.

Pero al caer la noche y cuando la oscuridad parecía más densa que en ningún otro rincón de su vida, anheló la libertad olorosa de monte, la compasión de los pasos furtivos de las alimañas con las que había convivido en campo abierto, y cuando la luna apareció, amplia, blanca, lobuna, como un pozo de plata desbordado entre las espinas del firmamento, atrapado en los barrotes de un ventanuco, los ojos de Widukind se llenaron de melancolía, y frente a la imagen su rostro decayó sobre sus manos y permaneció así largas horas, recordando su vida entera, como si ya no fuese suya, como si todo hubiese sido un dulce y amargo sueño. Encerrado, despojado de las armas que había vestido durante la ceremonia, al fin solo en su cautiverio, se dio por vencido y se sumergió en la duda interminable.

Era antes del amanecer cuando despertó sobresaltado por un ruido de cadenas y cerrojos, en presencia de una luz. La llama natural ardía tras la puerta abierta, iluminando los rostros de los soldados, que espiaban su figura. Acaso habían sido aquellos ojos feroces, despiadados, los que le habían arrancado del mal sueño sin pronunciar palabra alguna, con la muda arista de sus intenciones. Por momentos, en la mente nublada del héroe se formó la filosa silueta de la traición. Una sombra se abrió paso entre los amenazantes soldados. Ésta, encapuchada y vacilante, avanzó hasta situarse frente a él, y se detuvo, rodeada, envuelta por el resplandor de las antorchas, que ahora parecían emerger de su figura como los rayos de un sol que advierte con quebrar el alba en el contorno de una obstinada montaña.

Benedicamus domino.

Widukind, que ya se había reclinado y retrocedió ante la aparición, se llevó las manos a los ojos para escrutar al dueño de aquella voz cavernosa, subterránea, profundísima.

Uno de los antorcheros se adelantó y el resplandor iluminó al fin al encapuchado. Su busto marmóreo emergía de la tiniebla de su atuendo como en busca del aire y de la luz. Una exagerada mueca de curiosidad desconfiada y vigilante conformaba la expresión de su rostro. El anciano apoyaba su diestra en un báculo de raíz. Elevó la siniestra, como si fuera a lanzar una maldición, señalando el aire frente a él. Sin embargo, Widukind se fijó ante todo en sus ojos, por ser éstos como dos frutos pálidos, dos uvas de la ira derretidas en su redondez cristalina, lavados por el espesor de unas pestañas en cuya cerril arruga habitaba la rapiña del halcón.