XLI

Después de haber sido trasladado a Atigny, en la legendaria región boscosa de las Ardenas, días atrás unos sastres habían venido a tomarle medida. Ahora Widukind entendía por qué. Ante él, los soldados le mostraron su nuevo atuendo para la ocasión. Vestiría a la manera de los francos: camisa y calzones de lino, túnica con pasamanos de lana, polainas de tiras para envolver sus piernas, y protegería sus hombros con unas pieles de marta. Le trajeron agua para el baño previo, y lo dejaron a solas.

Widukind se despojó de sus polvorientas vestimentas y se introdujo en el barreño. Llenó las palmas de agua y se las llevó al rostro. Después se frotó y se limpió. Cuando acabó de secarse, se vistió con aquellas ropas. Los francos apreciaban la barba, y la consideraban digna incluso en el hombre joven, a diferencia de muchos sajones, que afeitaban sus rostros como parte de una costumbre ancestral. Debido a su docilidad desde la captura, los francos no habían registrado sus ropas tan a fondo como debieran, y aún conservaba una pequeña hoja, que humedeció y con la que se afeitó hasta dejar su rostro limpio como la faz de un úlfhéðnar. Cuando hubo terminado, escondió de nuevo la hoja en un rincón de la sala, y esperó.

Al cabo de un tiempo, él mismo llamó a la puerta, y los soldados abrieron. Cuál no fue su sorpresa al comprobar que el cautivo había logrado afeitarse al modo sajón. Ya había perdido aquel aspecto de rehén para recuperar el esplendor de su implacable faz. Sus ojos fieros, aunque serenos, brillaban como zafiros. Nada le dijeron, mas Widukind se dio cuenta de que había conseguido frustrar una vez más a los francos. Iba vestido de igual forma que ellos, pero la barba que había poblado su semblante durante las últimas semanas tras su captura se había esfumado para mostrar su aspecto sajón.

La capilla de Attigny no era muy grande ni muy alta, sino hermosa en sus proporciones y sencillez. A su alrededor había sido dispuesta la ceremonia en un espacio verde y florido que fue rodeado en su totalidad por soldados.

Los nobles sajones, procedentes en su mayoría de la franja sur de Ostfalia y de Westfalia, asistían al ritual, invitados por Carlomagno para tan significativa ocasión. Esta vez no habría masacre a traición, Widukind lo sabía, como sí la hubo en Canstatt tal y como Remigio le refiriera. Carlomagno deseaba que todo Sajonia y más allá, en Dinamarca, y entre los frisios, se supiese, con testigos que lo atestiguasen con sus propios ojos, que Widukind se había entregado de forma voluntaria y, no sólo eso, que pedía y aceptaba el bautismo y elegía la religión cristiana como la verdadera inclinación del hombre y del espíritu. Ganaba una batalla inmensa sin derramar una sola gota de sangre.

Widukind se mantuvo en pie a la entrada del templo. Más tarde se supo que las autoridades cristianas habían implorado a Carlomagno que, en la consecución de sus deseos evangelizadores, no permitiese que Widukind pisase una iglesia antes de ser bautizado y de pasar por un período de arrepentimiento, por respeto a los cristianos que habían visto arder tantos templos bajo las órdenes incendiarias del rebelde sajón.

De este modo se había traído una pila bautismal de piedra que reposaba en la hierba como una joya pulida. Los sacerdotes rodearon a Widukind y lo escoltaron, aguardando la señal de un clérigo de aspecto sencillo y devoto que parecía absolutamente sumido en el recitado de sus salmos a media voz.

Los ojos del duque revisaron las filas de soldados y sajones que lo contemplaban. Algunos de éstos esperaban formando una cola detrás de Widukind, un poco alejados, pues iban a recibir igual bautismo aquel día. Otros ya se habían convertido al cristianismo y lo observaban, silenciosos y expectantes. Pero sus ojos se encendieron al reconocer, al frente, la mirada pura de su hija, que llevaba en brazos a su hermano, y que lo miraba de un modo tan intenso que ya fue incapaz de ver otra cosa, como si ella, al igual que la señal de un sol, abrasase su vista y lo cegase. A pesar de los hábitos que vestía, podía confirmar los rasgos de su rostro. No muy lejos de ella, landgraves y altos cargos rodeaban la figura de Carlomagno. Era la segunda ocasión en que estaba tan cerca de él, la primera fue aquella, durante la matanza de Fardium, en la que había intentado asesinarlo.

Hombre de aspecto severo, lo miraba sin rencor. Posiblemente rememoraba los actos que habían ocupado la lucha mutua, sopesando su apariencia, como si quisiese leer en el rostro de Widukind las marcas que cada acontecimiento hubiese trazado, las cicatrices del carácter. Widukind apenas pudo ver tras la barba, pero sus ojos parecían indiferentes y fríos. Ya poco o nada le importaban; volvió a contemplar a su hija y ninguna cosa más quiso ver de aquel mundo.

Los sacerdotes que lo escoltaban lo tomaron por los codos. El sajón salió de su arrobamiento y se inclinó sobre la pila.

—Debéis arrodillaros para recibir el bautismo, señor —murmuró junto a su oído uno de ellos.

Widukind clavó entonces la rodilla derecha en la hierba, pero mantuvo flexionada la izquierda, a la manera de los guerreros cuando se disponen a ser investidos con un honor. El sacerdote se dio cuenta de que Widukind no estaba dispuesto a arrodillarse al modo cristiano. Cruzó una mirada con el padre que ya sostenía una concha colmada de agua.

Éste fingió no sentirse aludido por las maneras del sajón, y derramó el agua por la cabellera de Widukind, que había inclinado su cabeza sobre la pira.

Agua fresca chorreó por su rostro. Las gotas se precipitaron rompiendo el hechizo de la transparencia que colmaba la pila repleta. Mordió suavemente las claridades, sitibundo, como si en ellas pudiese sorber un instante aislado de la libertad absoluta, y la gelidez de aquella luz líquida goteó por las insignes facciones del héroe.