XL

El gruñido de la puerta no lo sorprendió. Hacía horas que estaba despierto, aunque fuese temprano y unos rayos de luz se colasen entre las vigas del tejado como lanzadas que extendían parches de oro sobre la paja esparcida por el suelo.

Un monje de alta alcurnia y cuidado modal, cubierto con su capucha, de grueso aspecto, acompañado por seis soldados que lo precedieron, al fin entró en la sala y habló a Widukind tras descubrirse.

—Señor Widukind, os saludo. Mi nombre es Esturmio, soy el abad de Fulda.

Widukind se puso en pie frente al abad.

—Os saludo.

Esturmio escrutó el rostro de aquel hombre del que sólo había escuchado cuentos y leyendas. Widukind entendió que todos los soldados llevaban sus armas en la mano, prestos para entrar en combate como si se hubiesen adentrado en el cubil de un dragón. Esturmio parecía indeciso ante la misión que le habían encomendado. Widukind conocía el talante de los hombres, y no le costaba reconocer a un cobarde cuando estaba frente a él. Aunque esto era muy habitual entre los sacerdotes cristianos de más alta condición.

—Señor Widukind, os traigo noticias de vuestra familia.

El cuerpo de Widukind pareció resucitar y las facciones de su rostro expresaron una ardiente curiosidad.

—Vuestros hijos están sanos y salvos. —Esturmio gesticuló con ambas manos—. Están en mi abadía y se me pidió que velase por ellos como si fuesen mis hijos…, y así lo he hecho, podéis creerme —el abad dudó un instante de la conveniencia de sus palabras—. Vuestra hija mayor se halla en el convento de mujeres, ha sido rigurosamente respetada, las hermanas así lo han confirmado. Virgen llegó y virgen sigue siendo. Ningún hombre la ha tocado, y es ella quien cuida del recién nacido…

—Mi hijo…, no lo he visto.

—Todavía no… —Esturmio se sintió algo incómodo. Habría sido abiertamente adulador ante alguien a quien temía de esa manera si la presencia de los soldados no lo obligase a mantener cierta compostura ante un proscrito tan odiado por las milicias francas—. Podréis verlo. Pronto. Será durante la ceremonia de vuestro bautizo. Vuestra hija traerá a vuestro hijo, y ellos testimoniarán este sacramento. —Y se apresuró a añadir—: También ellos han sido bautizados…

—¿Cuándo será eso? ¿Dónde?

—No puedo decir dónde, pero quiero asegurar que será pronto —respondió Esturmio—. Los preparativos están en marcha. Después de vuestro bautizo, debéis aceptar un retiro temporal a un monasterio.

—¿Y mis hijos? ¿Qué será de ellos? —inquirió Widukind.

—Igual destino les espera a ellos. Sabed que el pequeño está siendo amamantado por una generosa madre que comparte el pecho de su hijo con el vuestro. Sin este afortunado acto, el bebé habría muerto… Vuestra hija también recibirá la orden de los votos en nuestro convento.

Los ojos de Widukind se llenaron de una extraña emoción. Ya sólo serían como halcones encerrados en las jaulas de Carlomagno; pero al menos ellos estaban sanos y a salvo, su esfuerzo servía de algo, y asimismo esperaba que el pueblo sajón encontrase la paz.

—¿Estáis bien? —Esturmio se aproximó a Widukind. Por un momento, aquel hombre de aspecto fiero y decidida mirada le pareció perdido al frente de un abismo. Aunque no lo hubiese admitido, era cierto que no advertía en él la bestia de la que todos hablaban, ni siquiera veía nada diabólico en su forma de mirar, y esto perturbaba su intelecto—. Está bien, señor, he de retirarme. Pronto tendréis noticias mías.

Widukind lo miró, pensativo. Esturmio sabía que la constatación del bienestar de sus hijos tranquilizaría al sajón. El abad abandonó la sala y después lo hicieron los soldados. Los cerrojos cayeron de nuevo. Cuando su eco se extinguió, el duque quedó a solas con sus amargos pensamientos. No importaban ya las dudas, pues el destino había sido sellado y lo que hubiese de suceder, lo sabía, sólo era propiedad de la Providencia.