Los representantes del rey formaban alrededor de los landgraves. Desde su perspectiva, al menos cien lanceros se alineaban al pie de los estandartes en una secuencia solemne, como si fuesen a ordenar un gran ataque. Cuando el escuadrón estuvo listo, esperaron. Delante, avanzando lentamente, un jinete venía a su encuentro.
Ulrico confirmó la señal y cinco soldados abandonaron sus caballos y se situaron a corta distancia del mismo. El jinete fue acercándose. Al principio no los veía, pero ahora ya podía reconocer los rostros, la ligera inquietud de sus cabalgaduras, los brazos tensos con las lanzas de carga apoyadas en la hierba. Cientos de caballeros armados lo recibieron. Como quien avanza con la indiferencia a su vera, Widukind se aproximó a un grupo de cinco soldados y ordenó a su montura que frenase. Los hombres caminaron precavidamente hasta el caballo. Soltó las riendas y les enseñó las manos. Por fin, uno de ellos asió el arreo y obligó al animal a ir a su paso. Los demás inspeccionaban su figura, su enhiesta apostura, la indiferencia de su rostro, sus ojos claros que parecían atravesar el horizonte y mirar por encima de todo aquel ejército y del mismísimo Reino.
Ulrico miró a Widukind. Los soldados se detuvieron. Frente al duque sajón, cientos de caballeros lo observaban a uno y otro lado. Los señores de las scarce lo vigilaban, algunos con el lucero del alba bien empuñado, listos para sofocar una última perfidia del que se decía el más peligroso de los enemigos de Carlomagno.
—Decidme, señor. ¿Quién sois?
—Mi nombre es Widukind, soy el hijo de Warnakind, nacido en Wigaldinghus, duque de Wigmodia —el sajón miró a Ulrico sin rencor.
—¿Os entregáis al Reino de los Francos por libre voluntad?
Widukind no vaciló.
—Sí, así lo hago, y pongo mis armas al servicio del señor Carlomagno, y acepto la Marca de Sajonia, y he venido para ser bautizado como cristiano y para luchar y morir como cristiano.
Ulrico miró incrédulo a Widukind.
—Está bien. Tendrás que entregarnos tus armas hasta que nos permitan devolvértelas después de tu bautizo.
—Tomadlas. Pero cuidad de ellas, esta es la espada de mi padre, y si algún día yo mermase debería ser llevada a mis hijos.
—Así será, señor Widukind —respondió con sumo respeto Ulrico.
Widukind alzó los brazos y se quitó el tahalí, y la espada de su padre fue a parar a las manos de un soldado, que la revisó y se la mostró a Ulrico. Después depuso sus dos sax, y el hacha con la que tanta mortandad había causado. Inspeccionaron las armas y se dieron cuenta de que habían sido limpiadas con detalle, pues no apreciaron ni un solo rastro de sangre ni en las hojas ni en sus juntas y mangos. Widukind alzó los brazos y los colocó en su regazo. Los soldados, no obstante, inspeccionaron la silla así como su cinturón, hasta estar seguros de que no había nada que pudiese ser utilizado a modo de arma.
Ulrico parecía indeciso. Tenía instrucciones de mantener preso a Widukind y de que no escapase, pero resultaba obvio que aquel hombre no quería huir, pues nadie lo había capturado.
—Tendréis que acompañarme hasta que me den otras órdenes, Widukind.
Ya no tiraron de las riendas. Fue el propio sajón quien se movió al paso de los demás. Las filas de los caballeros se abrieron. Los rostros rudos de los francos lo miraron con curiosidad, aversión, odio, respeto, dependiendo del dueño de los ojos. Finalmente, introduciéndose en aquel ejército, Widukind desapareció para siempre de la mirada de sus compañeros, ese grupo de jinetes que observaba la ceremonia desde la distancia.
Era el fin del héroe, su vergüenza nunca le abandonaría. Sin embargo, echarían de menos al amigo.
Widukind permaneció en silencio en el corazón de aquel pesado ejército. Como si fuese escoltado por cien caballeros, entró en Paderborn y fue llevado hasta una de las casas de piedra construidas por los francos. Allí pasó la noche encerrado en un granero que fue vigilado por una veintena de soldados. Se le dio de comer. Nada supo de sus hijos, aunque preguntó por ellos, y a la mañana siguiente, temiendo un ataque de los sajones, decidieron trasladarlo a Frideslare, una ciudadela que él mismo había atacado años atrás.
Tras unas horas de marcha, los escuadrones de caballeros entraron en la ciudad. Widukind iba en el centro de la columna. Se sabía que venía cautivo, y muchos salieron a su encuentro y lo insultaron al verlo. No eran pocos los que habían perdido la vida de algún familiar tras aquellas invasiones sajonas apadrinadas por su coraje. El duque se encontraba con estas voces hostiles que gritaban su nombre entre maldiciones. El acento había cambiado, pero entendía a los francos. Al trote, lo condujeron hasta el lugar más seguro de Frideslare, y fue encerrado en otra morada de piedra vigilada, donde lo visitó un clérigo benedictino que le preguntó si de veras deseaba recibir el sacramento del bautismo.
Después de confirmarlo, Widukind volvió a preguntar por sus hijos, pero nadie le dijo nada, pues al parecer nada sabían. Las noticias galopan, no vuelan, decían los hombres del Reino.
También en Frideslare Widukind pasó la noche a solas. Le traían agua, carne y pan recién hecho. No fue tratado con crueldad. Incluso le prestaron una silla en la que poder sentarse, y un jergón de plumas en el que echarse a dormir. La vigilancia se turnaba detrás de la puerta, alrededor de la morada. Widukind se entregó al descanso, agotado, pensando que el tiempo pasaría más rápido si no se oponía a sus designios. Hubiese querido ver las estrellas, pero lo que más deseaba era saber sobre sus hijos, y tener la certeza de que ellos no sufrirían el castigo que sólo él debería recibir.