—Será un largo invierno —anunció un hombre a la luz de las llamas. Durante todo aquel aciago día Widukind había estado esperando una señal, pero los frisios no darían su brazo a torcer—. Hostigaremos a ese ejército maldito como lobos hambrientos. No habrá rincón a salvo en estas tierras, ni más allá, al norte o al oeste…
Widukind detuvo sus ojos en el fuego, preocupado en asuntos más lejanos. No había vuelto a oír de Remigio ni de sus emisarios. Era como si, con la rotura de la lanza, se los hubiese tragado la tierra. Quizás había asimilado al fin los verdaderos propósitos del duque, o, incluso, Remigio habría sido capaz de entenderlos mucho antes de que el propio Widukind fuera plenamente consciente de ellos.
El encuentro con los representantes de Carlomagno tuvo lugar algunos días después de la partida de Frodo. El gélido mutismo con el que éste silenció las intenciones de Widukind se encontró con la mirada franca y comprensiva del duque sajón en todo momento. Había prometido volver, pero al menos en aquel instante sentía que su presencia era necesaria para reunir a su gente, hablar con los ahora maltrechos señores de Nordin. No todos buscaban el odio de un ejército como el austrasiano.
Fue una mañana fría, no muy lejos de Patherbrunn. Los francos trataron con indiferencia a los portavoces de Widukind. Finalmente, a mediodía, en esa gélida encrucijada bajo la nieve, se encontraron con Willehar.
Cuando el caballo agotó su trote y se detuvo frente a ellos, Widukind lo interrogó con la mirada.
—Veo que estás entero —dijo el duque, pues no deseaba que por culpa de aquellas negociaciones su joven amigo fuese dañado a traición.
—Me dieron de comer y de beber, y hablé con uno de sus capitanes, que fue la boca de sus señores.
—¿Qué te dijeron…?
—Widukind, no son buenas las nuevas que traigo, tampoco las palabras que me encomendaron.
—No importa eso ahora. Habla, amigo.
Willehar se inclinó para tomar aliento.
—No aceptan el trato. Carlomagno ha dicho que si dañases a tus prisioneros, él, en cambio de ojo por ojo, dañaría a los suyos. Que si los rompes, él romperá a tus hijos, que si los acuchillas ellos serán acuchillados, que si los quemas, ellos serán quemados con el fuego de una hoguera cristiana.
Como si ya conociese esa respuesta, y cuanto se avecinaba detrás de aquellas palabras, Widukind sólo miraba fijamente a su amigo y lo invitaba a continuar hablando sin miedo.
—También ha dicho que aceptaría el trato, si, junto a sus prisioneros, Widukind en persona se entregase a los francos. Una vez allí, la vida de sus hijos sería garantizada, y también la de Widukind. Si además Widukind permitiese ser bautizado públicamente, con la presencia de los nobles sajones afines al tratado y a la marca, entonces conservaría sus armas en el retiro de un monasterio, no sería rapado, vestiría sus anillos, llevaría una vida digna, y podría ver a sus hijos al menos una vez al año. Carlomagno garantizaría la educación y el buen vivir de ellos, y sacarían provecho de la corte de su reino…
Widukind no se dio cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Todos clavaban sus ojos en él. Pero él sólo traspasaba la figura de su amigo, con la mirada perdida en una triste melancolía, puestos en un horizonte lejano, invisible.
—¿Nada más tienes que decirme?
Willehar vaciló. Sus cabellos salvajes fueron recogidos por un gesto de abnegación. Posiblemente lamentaba haber tenido que llevar ese mensaje al ídolo de Sajonia. Negó sin pronunciar palabra.
Widukind movió sus riendas y se apartó del círculo, y se dirigió hacia los que vigilaban a aquellos prisioneros cuya alimentación era un problema día a día. Estaban famélicos, con las mejillas succionadas y las miradas llameantes. Wolfram, por compañerismo, se había negado a comer más que los demás, y repartía su excedente, con lo que su estado no era mejor que el de los otros.
Widukind no tenía demasiado tiempo para dar una respuesta. No podía quedarse allí, en los bosques, apartado, viendo cómo los cautivos iban cayendo uno tras otro, a causa de las heridas mal curadas, del hambre, del frío. Nadie quería alimentarlos, y si en los alrededores se enterasen de que estaban allí, corría el riesgo de sufrir un ataque sorpresa, vengativo, y ver cómo los masacraban en un abrir y cerrar de ojos. Y entonces todas las esperanzas de salvar a sus hijos se habrían extinguido, pues los francos considerarían una señal inequívoca el asesinato del landgrave Wolfram y los demás rehenes.