XXXIII

El ejército carolingio había iniciado la huida hacia el oeste. Abandonaba aquel valle alargado y su tierra de cuervos, para entrar en las grandes praderas en las que podían dominar de nuevo la guerra. La retirada conllevó un rápido reagrupamiento de la columna. Las cruces y los carros de suministro se quedaron en el centro, mientras los batallones formaban creando una gran hoz para sofocar los ataques que sufrían en la retaguardia. En cualquier caso, ni los sajones los perseguirían esa noche victoriosa, ni los francos deseaban permanecer en aquel territorio vedado por boscosas colinas al norte y al sur, con lo que el distanciamiento fue haciéndose mayor.

Widukind se reunió con los señores westfalios y comprobó que muy pocos habían resultado heridos de gravedad. Exigió a Magnachar que se procurase digno cautiverio al lugarteniente de Carlomagno, con cuya vida planeaba comerciar, y pidió a los jefes que se congregasen en un campamento al amanecer. Los batidores persiguieron los movimientos del ejército carolingio, y al día siguiente se tomaría la decisión de ir en busca de ellos. Los tilithi, sin embargo, permanecieron fieles a los designios de Remigio, y retrocedieron hacia los bosques de los que habían venido, desapareciendo de aquella columna armada. Los demás se dieron cuenta de que las órdenes de los jinetes negros, repartidas en nombre de Widukind, eran diferentes de las que éste anunciaba en persona, en previsión de la reunión al amanecer, y quienes velaban las armas o procuraban remedios a los heridos murmuraban sobre la extraña suerte de los hombres de las sombras, que se habían esfumado de nuevo, como barridos por un viento, o arrastrados por el peso de la noche hacia su propia oscuridad.

Al contrario, los mensajeros partieron al norte, algunos por iniciativa de Widukind, otros, para relatar la retirada de Carlomagno, con objeto de atraer contingentes indecisos que hubiesen quedado rezagados.

Sin embargo, Carlomagno había venido para vencer, y en esa ocasión la concentración del ejército de Austrasia había sido casi total. Lo que había estado en camino era una fuerza paralela de igual tamaño.

Los ojos de Widukind recorrieron la inmensidad de aquel ejército. Esta vez Carlomagno aguardaba en el eje de su potencia. El reino contaba con dos grandes armadas, la de Austrasia y la de Neustria. Rara vez se reunía una de ellas al completo. Quitando guarniciones dispersas, destinadas a velar por las fronteras, extraños eran los días en que se enfrentaban a un enemigo en toda su extensión. Posiblemente Carlomagno concluyó que las constantes rebeliones de los sajones, año tras año, debían tocar a su fin, e incluso antes de la derrota pasajera en Grotenburg ya había decidido reunir a su ejército para acabar con la resistencia. Fuera lo que fuese, ahora no sabía cómo proceder. Tenía en su poder a Wolfram, ¿qué daría Carlomagno a cambio de su lugarteniente…? Y si estuviese dispuesto a negociar, ¿qué sería de aquella batalla? ¿Exigiría una retirada? Nadie le obedecería, en eso Remigio había tenido razón. Era tarde para una vuelta atrás. Sajonia quería actuar como una sola fuerza, aunando a sus hombres libres, y aun así Widukind tenía la pesarosa sensación de que no serviría de nada, de que todo era ya en vano, de que vivían una ilusión obsoleta.

A su vez, nunca antes los sajones se habían concentrado en tan grande número. La llegada de los ostfalios cerraba el círculo del destino, fuera cual fuese el resultado.