—¿Cómo has podido hacerlo? —gritó Widukind. Sus ojos, inyectados en sangre e ira, atravesaban la figura de Remigio, que se imponía frente a él como un árbol que espera la tempestad.
A su alrededor, las nubes seguían en movimiento. Una fina lluvia azotaba el rostro del heresiarca, por el que resbalaba como en innumerables lágrimas que carecían de llanto, procedentes de unas facciones impasibles, un gesto de profunda congoja mezclado con estoica aceptación.
Wolfram miraba con curiosidad y temor a Remigio. Había escuchado sólo leyendas acerca del heresiarca de Sajonia; sin embargo, su presencia lo sobrecogía. Había algo extraño e inmutable en su mirada.
Widukind extendió sus brazos bajo el cielo, como si quisiera abrazarlo.
—¿Cómo te has atrevido?
Luego desfalleció en abatimiento, incapaz de comprender al que había sido un líder secreto, una luz constante en las tinieblas de aquel mundo.
Entonces Remigio clavó la Lanza en tierra, la soltó y dio unos pasos hacia Widukind, sin apartar la vista de los ojos iracundos. Se detuvo a muy corta distancia y lo abrazó como a un hijo, sin miedo.
Widukind se opuso como una bestia y Remigio no lo libró, sino que se aferró a él. Después ambos cayeron, abrazados. La rodilla de Widukind se alzó furiosamente, y al mismo tiempo dio un cabezazo en la frente de Remigio. Con un gemido de dolor, el heresiarca retrocedió y la fuerza de su abrazo se extinguió, momento en el cual Widukind se revolvió sobre sí mismo y se alzó rápidamente, apartándose de él, con la argucia de un gato salvaje. Remigio se arrodilló. Wolfram se alejó unos pasos, sin perder de vista las armas de Widukind, especialmente su cuchillo, que todavía pendía del cinto. Respecto a Remigio, era como si al peso de sus pensamientos ahora, debido al golpe, se hubiese añadido una losa inmensa que nublaba sus ojos. La mancha roja en la frente, las manos clavadas en la hierba, el rostro comprimido por el dolor y la abnegación. Entonces su silueta se alzó, poco a poco, extendiendo de nuevo su herida grandeza.
Widukind miró con desprecio al que había sido como un dios para él. Quería comprender lo que había pasado, esperaba una palabra, pero el silencio de Remigio lo hacían más y más susceptible de sospecha.
—¡Sólo querías utilizarme! ¡A mí y a mi familia! ¡Utilizarnos para conseguir tus propósitos, gobernar a través de mi boca como si fuese la tuya!
Remigio se sobrepuso al dolor y su mano se extendió como si implorase perdón a los cielos, que entonces rugieron con el cántico de un tronar distante.
—No, Widukind…, no…
Widukind miró a los ojos a Remigio, y éste le habló:
—Escucha… ¿Cuántos hombres había a tu alrededor? Miles… No tenías derecho a jugar con su destino sólo porque la desesperación te consume… Carlomagno juega con todos los hombres de este mundo…
Los ojos de Remigio se incendiaron ahora, se abrieron, y una extraordinaria fuerza emergió, una intensidad que era capaz de imponerse a la lluvia, al viento, a la tempestad.
—Carlomagno quiere adueñarse de tu voluntad, manipularla, torturarla, pero jamás accederá a tus premisas, nunca lo haría, escucha lo que te digo, no conservarás la vida si aceptas su pacto, y Sajonia perderá su última oportunidad para luchar…
—¿Luchar? ¿Llamas a esto luchar? Se han batido en retirada, ¿y qué? Volverán, y tarde o temprano reunirá a los dos ejércitos, el de Austrasia y el de Neustria, y arrasará Sajonia… Nuestra lucha habrá sido inútil. Fuimos inútiles por no rendirnos antes…
Algo en el tono de la voz mostró el abatimiento de Widukind. Su rostro, transfigurado, parecía mirar a los ojos a una verdad espantosa como quien mira en los ojos de Medusa, para ser petrificado o quedar cegado por siempre jamás.
Widukind cayó sobre sus rodillas, extendió los brazos y abrió las palmas de las manos.
—Todo es una gran mentira. Cuanto antes nos hubiésemos rendido, antes habríamos sido capaces de salvar muchas vidas. A cambio de la oposición sólo ha habido muerte, Remigio… Nadie nos ha ayudado, mira a los daneses… Y aquellos a quienes llamamos traidores, sólo eran supervivientes… ¿Qué podíamos esperar de los que han vivido en la frontera con el Reino…? Yo los llamé traidores, pero sólo querían vivir… Y cuantos me han seguido en mi negra locura sólo han caminado hacia la muerte… No tiene sentido… Y al final mi mujer y mis hijos han pagado por esto…, por todo…
—¡Widukind!
Remigio se inclinó sobre Widukind y no miró, sino que buscó en sus ojos.
Un rayo aró el horizonte con veta diamantina antes de sumirse en el rugido meditabundo de la noche.
Remigio puso su diestra en el hombro de Widukind. Pasó su siniestra por los cabellos del héroe. Después se alzó de nuevo, recuperando la sobrehumana potencia que caracterizaba su figura, aquel existir que parecía desprenderse del peso de la tierra, y se echó atrás observando el mundo mientras era azotado por la lluvia. Al volverse, se dio cuenta de que Widukind lo miraba de nuevo, de que había vuelto.
—¿Estás seguro de lo que dices, Widukind?
Remigio retrocedió y empuñó solemnemente la Lanza.
Los pliegues de su túnica aleteaban como confusas alas de un ángel negro, envuelto ya en una tormenta. Widukind se llevó rápidamente las manos a la espalda y rodeó la empuñadura de su espada. La extrajo con parsimonia, al tiempo que Remigio alargaba su brazo e interponía la Lanza.
Widukind, de rodillas, apretó la empuñadura entre los dedos de ambas manos y alzaba la espada lentamente. El estallido de un relámpago desgarró las nubes. La luz de cien estrellas encendió la noche. El acero del duque se desataba hacia adelante, con una embestida mortífera, y emitía un destello cegador, como señalado por el cielo.
A la oscuridad repentina le siguió un golpe de viento y la confusión del trueno, como si el aire y la tierra, a sus pies, hubiesen sido partidos por el mandoble, y un abismo se abriese en el pecho del mundo, para tragárselos.
Remigio se inclinaba, abatido. La Lanza del Destino estaba rota, también la fe del héroe. Widukind aún pudo ver el sombrío rostro del heresiarca, cuyo poder parecía haber sido disuadido de toda precisión sensible. El latido de la tierra era demasiado hondo, demasiado demoledor, como para atreverse a interponer una palabra o una frase a la poesía inconmensurable del verso recitado por los cielos.
Widukind se alejó arrastrando la cuerda que mantenía cautivo a Wolfram, y Remigio recogió los dos pedazos de la Lanza, y se inclinó sobre ellos, meditabundo, mientras el llanto de la lluvia chorreaba por su rostro y su frente ensangrentados. Las rachas crepitaban con más fuerza. Cuando Remigio se alzó de nuevo, Widukind ya había desaparecido y el mundo entero se sumía en la oscura presencia del genio maligno de la tormenta.