La bestia avanzó en busca del alto mando carolingio. Sin embargo, una luz parpadeó en la mente del sajón, y apartó las riendas, y evitó al landgrave, que lo recibió con valentía. Widukind inspeccionó sus heridas. Era posible que aquel hombre hubiese permanecido sin conocimiento durante un tiempo, alcanzado por los grandes proyectiles, aturdido. De otro modo, no se explicaba que un landgrave estuviese allí, en medio de la vanguardia arrasada y en retroceso.
Widukind gritó al franco.
—¿Quién eres?
Wolfram apresó su espada, empuñándola con determinación, preparándose para dar muerte antes de morir.
Widukind abandonó la montura con el gran filo en sus manos. La alzó y corrió hacia el landgrave. El mandoble, dado con maestría, no buscaba matar. Con un solo golpe se dio cuenta el sajón de que el alto mando se sentía débil y de que no soportaría su embestida. Le respondió tres veces más hasta que Wolfram retrocedió sin poder sostenerse. Al caer de espaldas, el arma de Widukind cayó sobre su cuello y se detuvo apuntando la garganta. Alrededor, los tilithios avanzaban rematando. Había cadáveres por doquier, restos humanos, ropas esparcidas, incluso, montones de ellos, entre los que se arrastraban los medio muertos, sobre los que caían las punzadas de los cuchillos. Los moribundos trataban de matar a los moribundos, los heridos se defendían de los heridos, y los más sanos remataban todo lo que se movía a sus pies, si fuera enemigo.
Los ojos de Widukind se clavaron en el landgrave, que cerró los suyos en un gesto de resignación. La sorpresa los inundó cuando Widukind le habló en la lengua de los francos.
—Habláis con Widukind, duque de Wigmodia y señor de los Westfalios. Decidme, landgrave, vuestro nombre.
El anciano parpadeó, sorprendido. Por un momento, más allá de la línea de luz letal que ascendía desde su garganta hasta la empuñadura de aquella espada, contempló el rostro sin barba, embadurnado de negro, y la máscara insigne, los ojos implacables, fieros, desnudos, profundos y azules como zafiros.
—Soy Wolfram de Erschen, lugarteniente de Carlomagno en la Armada de Austrasia.
Widukind pensó.
—Contadme, Wolfram de Erschen, ¿habéis oído hablar de la esposa de Widukind, de sus hijos?
Wolfram recordó la presencia de aquel monje, su loco comportamiento al inicio de la batalla, el parlamento con el jinete negro.
—Sí, oí que vuestros hijos están vivos…
Los ojos de Widukind se abrieron, la punta del acero avanzó hacia la garganta del landgrave.
—¡Es verdad! Lo escuché… a un monje que vino a parlamentar con el enemigo.
—¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?
Wolfram tomó aliento, sus ojos vagaron, tratando de recordar.
—No recuerdo su nombre, pero se lo comunicó a los jinetes negros que vinieron a dialogar conmigo… Yo mismo…, yo estaba allí…
Wolfram no sabía si el acero silenciaría su garganta en medio de una palabra, cortando las sílabas en el aire de los pulmones. Widukind pareció incendiado por una repentina y extraña cólera, y miró a su alrededor. La espada retrocedió. Tomó un cabo de cuerda. De una patada obligó al landgrave a echarse de espaldas.
Wolfram esperaba ahora el golpe de la espada en su nuca, cuando Widukind cayó sobre él, inmovilizándolo, tomó bruscamente sus manos y las ató. Después, lo ayudó a ponerse en pie, y lo arrastró como prisionero de vuelta a los bosques.