XXIX

El lance descendió de pronto del cielo, transverberó un caballo por el vientre y lo derribó en medio de un golpe seco y espinoso que buscó aliento en la nieve y la tierra, donde quedó clavado. La agonía del animal, el pánico del escuadrón, la sorpresa del landgrave, fueron un único suceso que se propagó por el corazón del ejército carolingio como las ondas en la superficie de un estanque.

Carlomagno, alejado en la retaguardia, presenció el inesperado ataque que procedía de los bosques del norte de aquel valle maldito que los lugareños llamaban la Tierra de los Cuervos. Pero cuando se dio cuenta de que las máquinas de asedio disparaban colina abajo, su rostro, crispado, musitó sin separar los dientes:

—Retirada.

Wolfram miró a Carlomagno y alzó la espada, y gritó la palabra más ignominiosa del léxico bélico. La movilización de las tropas fue rápida, y Wolfram avanzó para controlar la descomposición del frente. El landgrave se preguntaba qué había pasado en el interior de aquella aciaga, funesta selva germánica.

Como el vuelo de un cuchillo invisible era la caída de los lances, el picoteo homicida de un ave hambrienta cuyo rayo descendía sin resplandor alguno que lo delatase. El ataque se intensificó y la caída de los proyectiles daba de lleno en el corazón del ejército. Hombres traspasados de pronto, carros que estallaban con la caída de una piedra que parecía recorrer el cielo entero, arrojada por la mano de un cíclope para causar muerte con un golpe seco, demoledor. Wolfram se detuvo en lo que parecía ser el límite de distancia, la franja invisible más allá de la cual aquellas máquinas no podrían herirlos, cuando un zumbido creció y en la muchedumbre aterrorizada se elevó un rumor, como cuando las catervas intuyen que una catástrofe se avecina, un temblor o la caída de un rayo. Un grano de arena después la tierra estallaba frente al landgrave, proyectando un chorro de hierba, nieve, brazos, cabezas, y piernas.

Su caballo, derribado por tal onda expansiva de materia viva y sangre, retrocedió para caer en un loco piafar. Había perdido la espada. El animal, probablemente herido y en pánico, se había levantado casi pisoteándolo y había huido en la confusión general. Se llevó la mano derecha a la cara. Se apartó la tierra infiel de los ojos, pero no supo separar su propia carne de la ajena, pues las vísceras manchaban el barro de sangre y sudor, y esas entrañas de otros, como un látigo restallante, también habían arañado su propio rostro abriéndole una brecha ardiente a la altura del pómulo, hasta la oreja, que parecía contener fuego a causa del zarpazo.

Se puso en pie a duras penas.

—El trabuquete… —musitaba—, han accionado el trabuquete…

No lograba imaginar cómo lo habían hecho; mientras, confundido, trataba de ver lo que pasaba. La multitud había rodeado la zona del impacto y la mortandad allí esparcida. El landgrave vio los restos de los hombres y caballos, sencillamente destrozados por el alcance de la bolsa de piedras encerrada en una malla de acero que, una vez llegaba al suelo, estallaba en todas direcciones. Si la cuenta no le fallaba aún tendrían seis proyectiles más, pero preparar un trabuquete llevaba tiempo hasta que estaba listo para el lanzamiento…

Entonces abandonó la polvorienta nube de pensamientos. La ventisca arreciaba. Su ejército había retrocedido con resolución. Tomó la espada, semienterrada en la nieve y la tierra batida por el impacto. Los sajones, sin embargo, ya se hallaban demasiado cerca. Se puso en pie, como un muerto que vuelve a la vida. Sus ricas vestiduras de guerra, su blasón y su jubón de grana, todo parecía ensangrentado. Le ardía la cara.

Widukind lo vio delante. Apartándose del desorden de aquella batalla que avanzaba al tiempo que Carlomagno se retiraba, Widukind reconoció el atuendo de un landgrave.