XXVIII

En lo alto del Teutberg, Magnachar velaba por las puertas del Grotenburg. Los francos creyeron lograr el ascenso. Lo que sucedía es que los sajones les dejaron aproximarse. Dentro de la aldea, aparentemente desierta, los lances de las balistas caían con estruendo sobre los tejados, se clavaban en la tierra sin piedad. Pero todo el mundo había huido a las entrañas del anillo circular, en cuyo regazo, cerrado por piedra y empalizadas seculares, era imposible ser alcanzado por proyectil alguno. El fuego descendía en un puño apretado que al estallar contra el tejado se extendía en lenguas rojizas. Por delante, los primeros soldados llegaron con un clamor a los pies del anillo. Las flechas los masacraban, en cambio, y esa era la única razón por la que los dejaban aproximarse. Una vez los contingentes carolingios se abrían en garras y vetas, les permitían avanzar, y así, al distanciarse unos de otros, se volvían más vulnerables. Pronto el propio campamento fue violado por jinetes y arqueros, y las máquinas de asedio enmudecieron. El trabuquete dejó escapar un último proyectil, que cortó el aire con enorme impulso y se alejó desgarrando las copas de los árboles en línea recta.

Al impactar contra lo alto de la empalizada del anillo protector, el bólido produjo un chasquido como de rayo y un retumbo, destrozando una tronera y dando muerte a tres hombres que recibieron su embestida.

El ariete, en cambio, ya situado en las proximidades de la cerca, no servía de nada, y los francos, tan pronto lo alzaban para cargar contra las puertas, eran alanceados y saeteados y hacheados desde lo alto. Algunas armas se quedaban clavadas en los mangos, donde cortaban las manos enguantadas arrancando gritos, lamentos, maldiciones. Los soldados francos fueron diezmados.

Magnachar, cuando al fin estuvieron frente a las máquinas de asedio, lanzó un grito para frenar la mortandad de aquel lugar.

—¡Deteneos!

Al menos una docena de francos, ya con sus espadas en las manos, se defendían de una muerte segura, quintuplicados en corro por sus enemigos sajones.

Se detuvo a distancia de ellos, y les gritó:

—¡Haced que esas máquinas disparen sobre Carlomagno, y os perdonaré la vida!

Los hombres no entendieron, y Magnachar lo repitió. Uno de ellos dudó y se adelantó un paso para seguir las instrucciones del sajón. Un viejo capitán franco, con iracundo mandoble, dio muerte al traidor por la espalda. Las flechas llovieron sobre su cabeza y al menos tres de ellas se clavaron en su rostro. Los demás soldados se miraron, indecisos, intercambiaron palabras, y tiraron al suelo las espadas. Agitaron los brazos. Magnachar se echó hacia ellos para protegerlos con su caballo, y gritó a los sajones que dejasen trabajar a estos hombres. Los vigilaron, rieron, se mofaron. Los francos dieron la vuelta al trabuquete, sin quitar ojo a las puntas de acero que los amenazaban. Uno se santiguó cuando empezaban a tensar las largas correas, pidiendo ayuda a Magnachar. Varios hombres se unieron al esfuerzo. Lo mismo sucedió con las balistas.

La carga del trabuquete era más larga, pero las tres balistas pronto estuvieron listas para disparar, y así lo hicieron, apuntando sobre los árboles en la dirección que Magnachar exigía.