Fue Widukind quien aprovechó la brecha causada para trotar entre los árboles hasta la salida del bosque, hacia el norte.
Las praderas, otrora de un verde apagado y gris, ahora se habían convertido en alfombras níveas. Los vientos barrían torbellinos blancos, errantes. El vuelo de los grajos y de los cuervos moteaba un paisaje nuevo y desolador.
Los estandartes de Carlomagno se desplegaban por encima de un crespón negro y animado que ocupaba el valle. Los bosques se adentraban en el blanco como una avanzadilla expectante.
Widukind extrajo su cuerno y galopó hacia aquellos árboles dispersos. Recorrió la distancia sin apartar los ojos del ejército carolingio, que pugnaba por reorganizarse. Se volvió hacia la cadena de los montes teutones, y en la cima el fuego llameaba, trazando arcos de humo trenzado que se disolvían al paso de motas sulfurosas. Grotenburg estaba siendo sitiada, y los francos se defendían arriba por todos los costados, a su vez, asediados. Antes de que Carlomagno fuese al rescate de su propio brazo, era necesario distraerlo con un nuevo ataque.
Se acercó a los bosques, un telón casi negro en la tarde. Bajo las ramas y el soplo de la ventisca, se inclinó e hizo sonar su cuerno. Los vientos se agitaban con más fuerza. Era bueno, disminuiría el efecto de los arqueros en campo abierto.
De la oscuridad arbórea emergieron las figuras de los jinetes de Remigio. En medio, como un dios inamovible, Remigio era el único que no cubría su cráneo de hueso. Sus labios parecían morados, sus miembros inmóviles, sus andrajos, los de un dios de la pobreza. Sin embargo, empuñaba la misteriosa lanza, que alzó, y al hacerlo, el soplo de los cuernos de caza se multiplicó a sus espaldas, y un nuevo ejército, salvaje, fue saliendo de la floresta.
Widukind pidió que dejasen de tocar los cuernos, y poco a poco se apagó su clamor.
Remigio el Piadoso se aproximó a Widukind.
—Dinos qué quieres, y eso haremos.
Widukind escrutó por un momento aquellos ojos abismales.
—Que ataquen a Carlomagno ahora.
Remigio, sin apartar la atención de la mirada de Widukind, alzó la Lanza del Destino.
Su ejército se movilizó, Los jinetes negros se dispersaron, nuevos e inesperados escuadrones emergieron de la floresta, y los thilitios se avanzaron con sus arcos y sus pieles de zorro, sus rostros rojos de almagre, sus lanzas y sus cuchillos.
Widukind se giró, y vio como aquel ejército avanzaba inexorablemente hacia Carlomagno en medio del viento. Sacudió las riendas de la gran cabalgadura y trotó con ellos. Remigio lo contempló, mientras se alejaba. Su sombra se erguía, más negra e inmutable cuanto más blanco y volátil se volvía el paisaje tendido ante él. Y entonces el cuchillo de un rayo crispado hirió el horizonte entenebrecido, picoteando la Tierra con un latido de luz inabarcable seguido de repentina sombra, causando el temblor de los Cielos.
Si la Lanza del Destino había hablado, entonces sus palabras fueron pronunciadas por el Cielo y obedecidas por el Mundo.
Widukind fue sorprendido por el trazo del relámpago. Como si de una señal se tratase, la veta cárdena había brotado tocando el horizonte más allá del ejército invasor; sin embargo, era como si hubiese caído en su vanguardia, cortándoles el paso. Quizá los viejos dioses anunciaban su llegada a un maltrecho campo de batalla. Quizá les enviaba el filo del puñal cuyo vuelo incesante iba a menguar la fuerza que en otro momento pareció invencible.
Widukind no necesitó ya dar orden alguna. Aquellas hordas sabían lo que esperaban. Los monjes negros de Remigio desenfundaban sus espadas y las blandían, descubriendo sus rostros, en los que aparecían los rasgos de la venganza y de la ira. Los tilithi corrieron mientras una caballería los envolvía para entrar en contacto con los francos.
Ya empezaban a formar aquéllos bajo la nieve, pero la densidad de la ventisca había propiciado la sorpresa. El ejército de Remigio y las hordas de los westfalios lamieron la armada carolingia como un mar en una costa accidentada y tempestuosa, un oleaje que se batía contra las rocas desafiantes.