XXVI

La nieve descendía ahora en torbellinos menos densos, pero hacía más frío a medida que el día envejecía. La brecha se acercaba a lo más alto. En un momento la columna pareció detenerse. Los carolingios cantaban en su ascenso. Fue un proceso lento el de reorganizar a los sajones. Volver a hacerse con el control de aquellos miles de hombres era difícil una vez lanzado un ataque a la sombra de la selva. Por algún tiempo se había improvisado la batalla. Aun así, cuando empezaron a reunirse a ambos lados de la brecha, los sajones se dieron cuenta de que eran muchos más de los que habían creído.

Widukind les pidió que descendiese. Algunos dudaron de su estrategia, pero les explicó lo que deseaba. Aunque Grotenburg tuviese que defenderse por sí misma durante un tiempo, era necesario para ejecutar un plan que pudiese llevarles cierto éxito. Era arriesgado; sin embargo, no podían imaginar ninguna otra alternativa que no conllevase un grave riesgo. Quienes no compartieron su punto de vista, los menos, fueron en busca de Grotenburg, para protegerlo, y Widukind les dijo a los demás:

—La mejor seguridad que podemos darle a Grotenburg es asediar a quienes van a asediarla…

Muchos no lo entendieron, pero lo siguieron ciegamente. Aarbrandt se apoderó de las hordas al noroeste, mientras que Gunzo y sus hombres se repartieron en la franja oriental del Teutberg. Los cazadores y los arqueros se dispusieron como mejor convenía y los jinetes se reagruparon.

Para entonces, las máquinas ya se habían reunido en el calvero que habían considerado idóneo. Por encima de los árboles, un bosque abarrotado de sajones los amenazaba, una tupida barrera a los pies de Grotenburg. El muro de la fortaleza, oculto tras los negros abetos, aguardaba la llegada de los carolingios. A una orden de Widukind, los arqueros arrojaron sus primeras salvas sobre el campamento ya circular que protegía la maquinaria de asedio. La lluvia descendió causando muertes. Los francos tendieron escudos y afianzaron máquinas, las cargaron, prendieron la materia flamígera. Las salvas iniciales se elevaron con un zumbido bronco, un latigazo que rompía el aire, y después la brecha humeante segaba el cielo sobre los árboles y los fuegos ascendían en busca de las murallas del anillo protector de Grotenburg. Las cuernas tocaron a rebato, y la batalla se inició colina abajo, más fiera que nunca.

Las hordas sajonas se precipitaron entre los árboles, cubiertas por una lluvia intermitente de flechas. La batalla se concentró en un punto, desde ambos flancos. Widukind quería mutilar la serpiente carolingia de un mandoble, y dividir a su enemigo.

Rompieron las líneas de soldados y accedieron sin piedad. Los sajones arrojaron sus sax y extendieron la muerte en las primeras filas. Después los muros de escudos se enfrentaron. Las puntas entraron. Las largas lanzas que habían provisionado en días anteriores perforaron las filas de Carlomagno, obligando a los soldados a retroceder. Así, por un movimiento natural, los francos fueron separándose mientras que ambas cuñas presionaban cortando la ladera. Al cabo de poco tiempo, habían logrado su objetivo. Entre punciones sangrientas, pisando a sus propios muertos, o rematando a los francos que caían ante ellos, las fauces del lobo sajón se habían cerrado, cercenando la columna carolingia, y aislando sus formidables fuerzas de asalto y sitio, que a partir de ese momento empezarían a ser asediadas.

Redoblando el esfuerzo y sin miedo a la muerte, los sacrificios se multiplicaban y los sajones ganaban la ladera. Retuvieron a los francos por encima de ellos, pues retrocedían buscando el amparo del campamento desde donde las máquinas ya disparaban sobre Grotenburg, y se abalanzaron colina abajo, empujándolos a regresar al pie del Teutberg, para enrocarse con la fuerza principal.

Fue entonces cuando Widukind, ordenó la carga de jinetes, dando alcance a los que buscaban posiciones seguras. Los caballos se echaron contra las filas de francos, aplastando a muchos bajo sus patas, otros siendo desgarrados por la caída de hachas y espadas.

Finalmente, los escuadrones acudieron para proteger la desbandada, reagrupados tras el sorpresivo ataque; Widukind se fijó en uno de aquellos jinetes que ostentaba una extraña forma en su postura. Parecía todo uno, en cierto modo inmóvil. Sólo tenía gran control de sus brazos, pero sus piernas era como si las hubiesen atado. Iba en el centro de un escuadrón bien armado. Widukind se detuvo en medio de la confusión, escrutando esa forma, como si un rastro emergiese de remotos recuerdos. Incapaz de saber quién era, fue el guerrero el que reparó en su figura. Y no hubo tiempo para más, pues Frodo ordenaba una carga casi suicida, salvaje, a lanza tendida, entre los árboles, contra aquel muro que se disponía a cubrir el retroceso masivo de los soldados.

Los caballos alcanzaron tal impulso al descender ladera abajo, que los francos apenas pudieron ordenar girar a sus monturas ni acertar con sus armas. La embestida arrancó un mugido a la naturaleza. Algunas cabalgaduras fueron echadas por tierra, las lanzas se trenzaron con sangre, los jinetes de acero rodaron desmontados y los propios sajones acabaron también en el suelo. Widukind fue en su auxilio. Había perdido de vista a Frodo, pero aquel caballero franco de extraña apostura, que antes estaba tan bien protegido tras las filas de su escuadrón, ahora era, como otros, vulnerable.

La cabalgadura de Widukind trepó pisoteando a sus congéneres e irrumpió. El jinete lo esperaba con el hacha en alto, pero la espada de Widukind era más larga, y el mandoble rotó como una guadaña hasta golpear de lleno su yelmo.

—¡Maldición! —gritaba el caballero.

Widukind se fijó en sus piernas, inmovilizadas, y la escasa destreza con la que podía defenderse su antagonista.

Alzó la espada de nuevo y descargó su peso sin miedo. Detrás una lanza era arrojada a sus espaldas y cruzaba el espacio entre ambos, para ir a clavarse en el pecho de un caballo franco. Frodo, como poseído por un demonio, golpeó el hacha en la rodilla del contrincante con la ira de un leñador que quisiese derribar el mismísimo Yggdrasil. La pierna crujió y una parte cayó desmantelada, sin embargo nada pasó al jinete, que siguió defendiéndose.

Frodo, por un momento, quedó como en suspenso, sin poder comprender cómo podía ser que un hombre no estuviese hecho de carne y de hueso.

Pero Widukind ya sabía que estaban ante un lisiado, y ahora, al perder el control de aquel apoyo, el jinete apenas podía soportar las violentas sacudidas de su caballo. Fue entonces cuando la espada del duque descendió sobre la cabeza y lo desmontó.

Frodo detuvo su brazo, que todavía empuñaba el hacha. El caballo huyó. Alrededor, los combates crecían. Apartó el yelmo maltrecho y el rostro de Chrodbert, funesto e iracundo, apareció ante sus ojos. Widukind no alcanzaba a recordar dónde había visto antes a aquel hombre.

—¡Mátalo, Widukind! —gritó Frodo, pidiendo el auxilio de la espada.

Los ojos de Chrodbert se desorbitaron. ¡Sabía de quién era aquel perfil lleno de ira, el Ángel Oscuro que se enfrentase a él durante el asedio de Eresburg, el hombre que lo había privado de su pierna tanto tiempo atrás! Su boca se arrugó en una mueca de odio y terror. El brazo de Widukind se alzó apuntando al cielo con la espada como si se tratase de un aguijón y después, con una ráfaga repentina de cólera en los ojos, descendió directamente para separar los hemisferios de aquel cráneo con un mandoble exterminador.