Una vez en el centro de la fortaleza, el espacio blanqueado recibió al duque. Los tejados, los altillos, las ventanas, las vigas cruceras, el gran tejo, los muretes del pozo nevero que aguardaba para calmar la sed en caso de asedio, estaba recubierto de blanco. Una finísima caída de copos polvorientos y afilados, al tacto como cuchillos, llenaba el aire con un torbellino ubicuo.
Widukind no podía quitar los ojos de Sif. Descabalgó. Tomó su cuerpo con cuidado. Un anciano se acercó y pasó su astrosa mano por la frente de la guerrera, después colocó sus dedos en el cuello, por último, sobre el oculto pero turgente pecho izquierdo de la valquiria. Le indicó que caminase hasta el Thing. Apartaron las pieles de la entrada y se aproximaron al fuego, que crepitaba allí adentro bajo un rastro de luz fantasmal, como de niebla firme dispersa en ámbito.
Sif quedó tendida. Otro anciano vino con un cuenco. Alrededor, ya esperaban al menos diez hombres moribundos. Uno de ellos balbucía, febril. Otros llevaban atillos rojos, largas costuras por la que se les escapaba la vida a borbotones.
Widukind retrocedía unos pasos, cuando un hombre penetró en la sala con gran ímpetu. Frodo apenas miró a su amigo un instante, sólo tenía ojos para Sif. Se inclinó religiosamente ante ella. Le tomó una mano con gran sentimiento y serio semblante, la cerró sobre la suya y se la llevó a los labios. Buscaba sin duda el calor de sus venas.
Los pulmones de Widukind se habían tranquilizado tras el esfuerzo. Sus manos, ensangrentadas, sus antebrazos manchados de barro, su rostro negro, untado con el cieno de la muerte, con la máscara del lobo, señor de los bosques, cazador de todas las bestias, no permitía comprobar los gestos de absoluta tristeza y odio que ya marcaban sus facciones. Quería que Sif saliese con vida, que al menos ellos huyesen de aquella guerra sin retorno, que Frodo no cometiese el mismo error que él con su familia. Deseaba morir, por razones diferentes a las de otros hombres, y sin esperar paraíso alguno que le guardase honor en las salas de Odín, anhelaba extinguirse luchando, para marcharse de un mundo absurdo e inútil.
Retrocedió, abandonó el thing, penetró en el torbellino de la tenue nevada. Los cielos, como una lana congelada y uniforme, encerraban en una bóveda remachada por las copas de los abetos negros el círculo de la cima y sus murallas.
Volvió al fiero caballo. Lo receló al acercarse, y se enfrentó a él. Las patas delanteras rascaron la escasa nieve. Era un guerrero, una montura adiestrada para matar a sus contrincantes. Probablemente el olor, su aspecto, y la forma cómo se aproximaba a él, le delataban a un enemigo en lugar de un carolingio.
Widukind recurrió a su memoria, tomó precaución, mostró dominio, y le habló en latín. Cabeceó de nuevo, pero Widukind apresó las riendas. Pasó su mano por el lomo; tembló su tersa piel como un viento camina por el mar. Nervio puro, el caballo relinchó cuando Widukind por fin encontró la oportunidad de saltar sobre su silla. Se alzó y piafó la bestia, a la vez desconfiada y satisfecha, y retrocedió en un giro violento para correr hacia la entrada de Grotenburg, donde las riendas le ordenaron detenerse.
—¿Dónde están los francos?
Desde arriba, dos hombres le informaron:
—Abren una brecha. Tienen dominado el camino principal; delante hay lucha.
Por detrás vino a su encuentro un trote tranquilo. Frodo se detuvo a su lado.
—Si siguen por ese camino no tardarán en llegar. Además, esas máquinas no paran de barrer por delante de ellos, por eso no están encontrando mucha resistencia.
Widukind tiró de la rienda y la bestia se puso en marcha. Mientras descendían por el camino, inspeccionaba las defensas que los oriundos habían colocado. Antes de cruzar el primer anillo de piedras, una mole presente en aquel lugar desde el inicio de los tiempos acumulada por manos ancestrales y extinguidas, nuevas barreras de lanzas apuntaban encalladas contra las rocas, entre las raíces. Más allá, el bosque estaba despoblado, y los hombres les advirtieron que los lances alcanzaban esa altura del monte. Los caballos trotaron colina abajo en busca del frente, trazando un rodeo que evitase aquella zona asediada desde el aire por las grandes armas arrojadizas. El fragor de la batalla era como un mugido creciente bajo los árboles, y la algarabía de las trompas no cedía. Por fin los arqueros, los escuderos, los cazadores, las lanzas aparecieron.