—¡Sif!
Era Frodo.
—¡Está viva! ¡Arriba! ¡Me van a dejar caer una cuerda! ¡Alzadnos!
Frodo, indeciso, escrutaba la figura de su esposa. Extendió un gancho, capturó las riendas de uno de los percherones, y lo arreó con la fuerza de su montura, hasta que la bestia salió del trance al otro lado del pozo. Lo mismo hizo con el otro animal. En ese momento el cabo serpeaba alrededor de la cabeza de Widukind. Alzó a Sif y la rodeó, anudando su cintura y sus hombros por la espalda. Después Frodo había desaparecido con los caballos. El fragor de la batalla se alejaba, se acercaba. Sif estaba atada. Él se agarró a la soga que la encintaba.
—¡Arriba!
Los caballos tiraron y la cuerda ascendió bruscamente.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritaba Widukind, cuando los francos los descubrieron.
Al menos cinco soldados y un jinete aparecieron y se aproximaron. Vieron los cuerpos francos medio sumergidos ya en el barro, uno de ellos con el rostro irreconocible, boca arriba, los brazos extendidos, mientras descendía en el fango.
La cuerda tiró ahora sin piedad hacia arriba. Widukind se echó sobre el cuerpo de Sif, para protegerla, en un acto reflejo que ni siquiera tuvo tiempo de pensar, en el momento que uno de los francos arrojaba una francisca que cortaba el aire y se clavaba en la pared, directamente entre sus piernas.
La soga se enredó con las hierbas. La maleza se opuso a ser arrastrada.
Escuchó la voz de Frodo, el bramido de ira, y después un pesado trote entre los árboles.
Un arco silbó arriba y acto seguido la flecha apareció clavada en el pecho de un soldado franco, que cayó de espaldas cuando empuñaba su hacha para arrojarla. Frodo y los jinetes se enfrentaron en un salvaje grito de desafío. Las cuerdas tiraron de nuevo. Las malezas cedieron. Una flecha descendió para herir en una pierna a otro franco. Los soldados enemigos se dispersaron. Widukind no pudo detenerse para ver el destino de la lucha ecuestre de Frodo. Recurrió a todas sus fuerzas para apartar el muñón de zarzas que entorpecía la subida. Lo hacheó vigorosamente. Por fin los caballos pudieron arriarlos, y ascendieron. Tomó cuidado de elevar el cuerpo inerte de Sif. La alzó a la grupa y montó detrás de ella. Tomó las riendas y trotó hacia lo alto, evitando las sombras que delataban combates.
Mientas subía, los gritos de la batalla siniestra y dispersa bajo los árboles brotaban o se extinguían. Necesitaba escabullirse como un cobarde si quería poner a su compañera a salvo. Las vías de acceso al monte era donde se colapsaban los combates, debía escoger ascensos más agrestes, que a veces eran cortados por espesas malezas que podían dañar la cabeza de Sif, más aún de lo que estaba. La bestia se enfrentó audaz a una ladera y casi trepó entre rocas. Era una montura formidable, y una vez más Widukind tuvo que premiar aquel arte de los francos para adiestrar a sus percherones del sur y volverlos ágiles como corzos a la par que fuertes e impávidos frente a las hordas. Con un relincho de furia ante la exigencia de Widukind, sortearon un repecho y alumbraron el calvero bajo los robles. De pronto, como un rayo, la caída de una lanza enorme, proyectada por alguna de aquellas infernales maquinarias de guerra, cayó a poca distancia de ellos para clavarse en tierra después de arrancar un lamento a los árboles, y varias ramas descendieron partidas con una lluvia de hojas tardías, y una salpicadura de nieve.
Widukind animó a la bestia, y siguieron adelante, audaces entre los árboles. Los sajones lo descubrieron y lo dejaron pasar, cargando con su herido. A centenares esperaban en esa parte del monte a los carolingios. Sin embargo, la caída de los grandes lances de balista cada vez se aproximaba más.
El duque entró en el camino, los rostros escrutaron su paso. Alcanzó la cima y cruzó el pasadizo del Grotenburg bajo un millar de lanzas y arcos, que aguardaban al enemigo, apuntando entre los árboles.