—¿Queréis morir? —preguntó Widukind a las hordas—. ¿Queréis morir?
Sabía que ese era el último momento. No podrían vencer ante semejante ejército. Pero tenía la sensación de que muchos de aquellos guerreros, devotos de Odín, deseaban morir como hombres libres.
Allí estaban los hijos del ducado de Wigmodia, casi un centenar de jinetes a la grupa de pesadas cabalgaduras criadas en el mar de hierba que se extiende en aquella patria remota del oeste.
No muy lejos, el fragor de un millar de francos ascendía recorriendo la selva. A la señal del duque, los diques se rompieron colina abajo y sus hombres corrieron al encuentro de los carolingios. Mientras este estallido continuaba barriendo la selva, Widukind se precipitó con los jinetes en busca de la colisión de los caballeros francos. Descubrieron las formas, el aplastante avance, la caída de sus mazas a diestro y siniestro, y el ascenso que marcaban, protegiendo a sus batallones. Widukind había alzado la espada y la blandía contra uno de sus antagonistas. Los caballos casi se dieron de bruces cuando el lucero del alba de su enemigo descendió sobre el cuello de la bestia, que retrocedió en pánico. Widukind perdió la espada, inútil en la revuelta inesperada del animal herido, y fue arrojado pesadamente al suelo del bosque, donde casi cayó de espaldas. Una vez allí, habiendo perdido la respiración a causa del golpe, giró sobre su dolor y vio a su montura huir con el lomo ensangrentado. El jinete franco, no obstante, animó al percherón para que aplastase al sajón. Aquellos caballos, tan bien adiestrado por sus mozos, estaban habituados incluso a defenderse con sus patas delanteras, a saltar sobre los enemigos, a patear, si era necesario, descargando todo su peso. Y así se alzó y se atenuó el batir de cascos contra el suelo del bosque, a un palmo de la cabeza del duque, que con el siguiente verso se echó rodando entre las raíces y cayó al otro lado, protegiéndose tras el mástil de un roble.
—¡Widukind!
Al grito de Frodo, el duque extendió su brazo para apropiarse del arma que aquél le enviaba. Empuñó la francisca y tan rápido como estuvo en su poder la lanzó contra la cabeza del caballo en lugar de huir de sus patas. Con la certeza de la suerte, el filo cortó la ranura del ojo y la bestia mugió como si con aquel paso hubiese entrado en la garganta del Infierno, y esta vez fue el guerrero franco el que se vio arrojado de espaldas, sin soltar su lucero del alba, que empuñaba con mano enguantada. El corcel se revolvió, ya loco de pánico, y descargó sus patas traseras sobre el que había sido su jinete y después retrocedió enfurecido. El franco trató de ponerse en pie cuando un rostro de ojos perforadores y azules, untado de negro, descargó la ráfaga de su ira contra su visera y después sintió el impacto del acero en su cabeza. Sin atravesar el yelmo, había bastado para dejarlo sin sentido.
Widukind, enfurecido ante la herida de su caballo y en medio del fuego de la batalla, apartó la visera y se alzó sobre el guerrero, que languidecía. A continuación descargó el hacha en su rostro, al que ni siquiera volvió a mirar.
Apropiándose del arma, deshizo sus pasos en busca de un grito amenazador a sus espaldas.