XX

A la señal, Wolfram alzó la espada y gritó la palabra. Las antorchas entraron en las cucharas. Prendieron rápidamente y a los pocos segundos, con un zumbido, la tensión acumulada se desataba en busca del cielo y el material ascendía, se expandía al contacto con el aire, se disolvía en colas ígneas y caía sobre la floresta, mezclándose con la nieve. Aquella maniobra fue repitiéndose periódicamente, y por encima del largo campo de batalla aparecieron arcos de humo y fumarolas que extendían un olor acre, pasajeras líneas llameantes y una calígine sulfurosa.

Entonces los sajones empezaron a retroceder, poco a poco, y la operación se repitió: los arqueros avanzaron arrancando flechas a los cadáveres o tomando las que se habían clavado en el terreno, e iniciaron nuevos lanzamientos sobre la floresta. Las catapultas acortaron distancia, se fijaron sus rodamientos y después se tendieron sus cucharas. Y otra vez comenzó la propulsión del fuego. Al menos una veintena de escorpiones fue puesto en marcha hasta situarse por detrás de las catapultas. Los escorpiones, de mecanismo semejante al de las catapultas, arrojaban pesadas lanzas de largo alcance. Éstas fueron colocadas en posición y descargadas sobre la colina. Era posible verlas ascender durante un trecho para después descender exterminadoras en la fría selva. Mientras estos y otros artilugios se ponían en movimiento, el ejército carolingio entraba en el bosque y los caballeros se acercaban a la linde ya conquistada. La fuerza carolingia, compacta y uniforme al principio de la batalla, se extendía ahora y se agolpaba a las faldas del Teutberg. Los bosques, a pesar de ocultar a sus enemigos, estaban siendo azotados. El fuego se detuvo cuando las catapultas ya no podían entrar en la selva. Muchas de ellas fueron desbloqueadas para ser cargadas colina arriba, con objeto de incendiar el Grotenburg. Los escuadrones iniciaron una nueva y compleja maniobra. Miles de caballos pesados relincharon y mugieron cuando sus jinetes, armados de cuero y acero, tiraron de sus riendas para ordenarles formaciones que les permitiesen resistir un ataque sorpresa.

Wolfram se aproximó a Carlomagno y asintió con gravedad.

—No tardaremos demasiado en llegar a la cumbre.

Carlomagno vigilaba la arboleda. El bosque, de todos modos, se prolongaba hacia adentro una buena distancia antes de iniciar su ascenso sobre la piel de la colina. Los trabuquetes no podrían ser utilizados hasta mucho más adelante, por lo que sería necesaria la tala de algún árbol, si querían que los proyectiles alcanzasen Grotenburg.

—Si hemos dispersado al enemigo, será el momento de enviar una parte de la caballería —pensó el rey—. No quiero que los soldados queden indefensos ante un ataque de jinetes.

Wolfram miró a sus mandos y dio la señal. Al menos doscientos caballos pesados se aprestaron en una formación que pronto tendría que ser irregular. Los escuderos tomaron las lanzas, que habían quedado solitarias como un bosque sin ramas, plantadas en la tierra. Empuñaban toda clase de armas dedicadas no a la carga, sino al desmantelamiento de hordas: montantes, hachas, mazas chatas, de pico y de cadenas, y, entre ellas, las más crueles, los sanguinarios luceros del alba y los manguales. Aquellas divisiones de caballería habían sido adiestradas para saltar sobre sus enemigos y aplastarlos si era necesario. Los pajes y escuderos ataron las armaduras alrededor de las patas de los animales, para protegerles las piernas. Monturas entrenadas para enfrentarse sin miedo al hombre, obedeciendo ciegamente las riendas de sus señores, que además de estar en posición ventajosa y dirigir el paso de los caballos, iban protegidos con cuero endurecido y guarniciones de acero que se articulaban alrededor de las piernas y el pecho, los brazos y la cabeza.

Parzival vio cómo buena parte de aquellos hombres dejaba caer en su rostro la rejilla del yelmo, una fina abertura en la que ya apenas era posible ver los ojos de los guerreros.