XIX

Carlomagno se impacientó tras la primera respuesta de los sajones. La lluvia de flechas, que no fue demasiado copiosa, apenas causó heridos. Como deseaba devastar Grotenburg, sabía que la captura y el asedio no serían algo sencillo. Los sajones no saldrían a campo descubierto, sino que esperarían en los bosques. Consciente del tributo que tenía que hacer, ordenó que los escudos formasen en techo. Había que conquistar las colinas palmo a palmo y al mismo tiempo cargar con las máquinas de guerra y derribar las defensas de la fortaleza. Ello incluía dos arietes cuyas cabezas de hierro pesaban lo suficiente para mantener ocupados a cuarenta hombres, así como catapultas que extenderían materia flamígera sobre los tejados.

Los escudos se ajedrezaron por encima de los batallones y los soldados, siempre protegidos por la distancia de seguridad creada por el continuo barrido de los arqueros, se acercaron a la linde del bosque. Al menos dos mil soldados formaron en compactos grupos con los escudos sobre las cabezas. El movimiento, acompasado y sin padecer bajas, se aproximó a los árboles. Detrás, los arqueros siguieron batiendo. Como las lluvias de flechas de los sajones cejaron hasta casi extinguirse, el rey ordenó que los arqueros avanzasen para prolongar la línea de seguridad. Estos batallones de curtidos y fieles hombres descargaron una tormenta de aguijones, a pesar de que los landgraves supieron que, siguiendo a aquel ritmo, las flechas se agotarían pronto. No obstante, la táctica en estos casos es recuperar buena parte de las ya arrojadas al tomar el campo, e incluso reemplazar las propias con las ajenas, aunque los arcos sajones eran irregulares, y también la longitud de sus proyectiles. Los grandes arcos de los francos estaban todos hechos de una medida similar, como su munición, y esto permitía a los señores de sección calcular hasta dónde podían barrer y proteger a sus soldados.

Fue en aquel momento cuando un clamor rojo se elevó bajo los árboles y una muchedumbre se precipitó hasta la entrada del bosque, a todo lo largo, y desde allí arrojaron flechas y lanzas que golpearon a los francos.

Un gesto de Carlomagno dio la aprobación para el asalto, y las primeras filas de soldados carolingios se rompieron y corrieron al encuentro de los sajones, arrojando una mortal ráfaga de franciscas. Las hachas atormentaron la masa enemiga causando sangrientos daños, pero también los primeros francos sufrieron la caída de éstas y de jabalinas que propiciaron mortandad. A pesar de todo, un rugido se elevó al pie de los árboles, la batalla había comenzado.

Los francos vieron cómo su frente crecía a lo largo, y se dieron cuenta de que el número de sajones que los esperaba era grande. Emplearon la táctica del muro de escudos, que dibujaba un zig zag al pie de las arboledas. Este muro contuvo a los francos durante un tiempo. Los arqueros disparaban contra los árboles, y de los árboles las flechas ocasionales venían a llover sobre los francos. Pero si los sajones contaban con jinetes, y los francos sabían que sí, los estaban reservando para mejor ocasión, lo que obligaba a ser cautos.

El cielo se nubló de nuevo y esta vez empezó a nevar como el día anterior. A la lucha sangrienta se unió el rigor del frío. A pesar de ello, Carlomagno se acercó a su landgrave e indicó que pusiesen en marcha el fuego.

Docenas de catapultas se abrieron paso hasta la retaguardia de los batallones, impulsadas por centenares de soldados. Parzival vio cómo desde los carros de carga venían los hombres con pesados fardos cerrados. Más adelante, los abrían y depositaban los conglomerados en las cucharas de las catapultas, cuyos mecanismos habían tensado previamente hasta el límite. Los antorcheros se dispusieron y Carlomagno alzó el brazo.

—Fuego.