XVIII

A su regreso a los árboles, Remigio se encontró con Widukind, y se apartó para hablar con él. Éste lo aguardaba con ansiedad. Widukind miró a los monjes que lo habían acompañado, pero ya se unieron al centenar de herejes armados que formaban aquel escuadrón agorero.

—Widukind, les he pedido que Carlomagno abandonase Sajonia.

Éste, con creciente impaciencia, miró con hostilidad a Remigio.

—¿Y mi familia? ¿Mis hijos? ¿Qué te han dicho de Gerswind? —inquirió Widukind, apresando los pesados hombros de Remigio. Sus labios se abrieron y su mirada, llena de comprensión y caridad, aplacó la ira de Widukind.

—Nada me han dicho de ellos.

Escrutó los ojos de Remigio, incrédulo.

—Nada saben, y se ciñen a las condiciones de esta batalla. Piden la rendición de Widukind.

Los ojos de Widukind vagaron, atormentados. A su alrededor, el torbellino de la guerra con el que los sajones saludaban e invocaban a los francos se apagó en medio de un denso silencio que sepultaba sus sentidos.

—¡Atrás! ¡Escudos arriba! —gritaron.

Varios jinetes se aproximaron y elevaron escudos por encima de las cabezas de Remigio y de Widukind, que parecían absortos en un trance ajeno a aquel mundo, y cuya ira se desbordaría.

De pronto, las flechas sisearon alrededor, perforando el aire y clavándose en la tierra, en las ramas, en los caballos.

Cuando Widukind iba a interrogar a Remigio, una flecha alcanzó el cuarto trasero de su montura. Ésta se encabritó relinchando y retrocedió enfurecida. Widukind fue arrojado al suelo. El caballo huyó.

—¡Maldito traidor! —gritaron—, ¡arqueros!

Los arcos zumbaron en la selva y las saetas emergieron de la vegetación, respondiendo a los francos.

Remigio ya se apartaba de aquella línea, para ponerse a salvo de los arqueros enemigos, cuando Widukind empuñaba un escudo e iba a hacerse con su montura. Furiosa, lo receló como a un demonio. Widukind se aproximó a ella. La flecha la había alcanzado superficialmente, pero permanecía clavada, como una aguja que sostiene dos paños de tela. Tomó la punta de la saeta y tiró de ella a riesgo de que la bestia lo patease. Extrajo punta y asta, y el caballo volvió a correr enfurecido bosque adentro. Al menos ahora podría huir colina arriba y no se destrozaría el cuarto encallando la flecha en cada arbusto. Willehar vino en su auxilio. Trepó a la grupa tras su amigo, y huyeron de la lluvia de dardos.

Colina arriba, el bosque estaba atestado de hombres que esperaban la señal para descender y cargar contra los francos. El plan de los sajones consistía en crear un falso muro de escudos donde ellos querían, para retroceder después y situar la verdadera defensa en la linde de la arboleda.

Para llevar a cabo ese plan era necesario lanzar un primer ataque, pero la elección de ese momento dependía de Widukind, siempre y cuando estuviese cerca de los señores de aquellos clanes.

—¡Déjame aquí!

Widukind corrió bajo los árboles.

Los arqueros descendían con sus escudos acompañados de otros guerreros que los cubrían en cuanto habían arrojado una salva. Widukind empuñó un escudo y ordenó el inicial avance.