XVII

Remigio habló quedamente:

—La rendición incondicional de los francos. Su retirada inmediata. La negación de la Marca de Sajonia. Una reparación formal y una carta, firmada por Carlomagno, en la que pida perdón a los sajones por sus crímenes, así como a los turingios en el nombre de su hermano Carlomán, al que él mismo ordenó asesinar…

—Estáis loco, señor… —lo interrumpió el landgrave, negando con la cabeza con la resignación de quien habla con un extraviado.

—Además, deberá entregar una reparación en oro por los asesinatos a traición y Matanza de Canstatt, de la que fui testigo, y otra por la Masacre de Fardium.

—No es necesario que vuelva para preguntar, ya os puedo dar la negativa. ¿Algo más?

—Sí, Widukind quiere saber sobre el estado de su mujer y de sus hijos, que fueron raptados tiempo atrás en acto vil y bajo, indigno de quienquiera desee ser respetado como rey.

El landgrave hizo un gesto de desconocimiento.

Parzival, que había asistido a la conversación, mudo como una piedra, reaccionó, escapando al odio y la desesperada angustia que producía en él la presencia de Remigio. Éste lo miró profundamente:

—Caballero Parzival, de nuevo os encuentro en el camino. ¿Sangra el pecado en vuestro costado?

Parzival miró al landgrave y respondió con dificultad:

—La mujer de Widukind y sus hijos… están en poder del señor Carlomagno. Decid a Widukind que Carlomagno desea que deponga sus armas y que se entregue al bautismo si quiere salvar sus vidas del castigo que Widukind merece, y que su familia… recibirá en su nombre si no acepta estas condiciones.

Remigio miró a Parzival, impasible.

—Así se lo haré saber, Parzival.

Entonces Remigio, tras responder sin apartar su mirada de los ojos aterrorizados de Parzival, alzó levemente la Lanza. Fue un movimiento que no delataba traición o intención de uso de la misma como arma. Pero Parzival era el único que sabía quién era aquel hombre, y que el arma que portaba no era un arma cualquiera, sino que traería la ruina al ejército carolingio. Al ver cómo la movía, el monje retrocedió, esperando la extensión de una imprecación, la emanación de un poder insospechado que el nigromante blandiría secretamente contra todos ellos.

Parzival, convencido de que no debía arrojarse sobre Remigio para tratar de matarlo, ordenó a su caballo que regresase como alma que ha visto al mismísimo diablo.

El landgrave miró de nuevo el rostro impasible de Remigio, sin acabar de entender lo que estaba pasando.

—¿Nada más que decir?

Remigio negó con la cabeza. Y después alzó su brazo derecho, dejando descansar la Lanza en su antebrazo izquierdo, y bendijo al landgrave.

—En el nombre del Padre.

Hizo una señal a su caballo y los jinetes francos, sin apartar su mirada de aquella figura, vigilaron cómo se volvía y empezaba a retirarse. No tardaron ellos, ya fuera por despecho o por honor, en hacer lo mismo, y volvieron hacia las filas carolingias, que velaban el momento sumidas en un profundo silencio, suya solemnidad parecía ser respetada por la misma naturaleza.

Parzival, a su desbocada vuelta, los miró con fervor y odio, escrutando la figura de los herejes, que retornaban a los bosques. Lo retuvieron allí hasta que el resto de la embajada franca regresó.

—¡Yo tendría que estar al tanto de todo eso si se supone que voy a parlamentar con el enemigo…! —gruñó el landgrave, apretando los dientes.

Regresaron hasta Carlomagno, y éste escuchó lo que había sucedido. Ahora sabía con certeza que Widukind le esperaba a la sombra de aquellos árboles.

—Señor, parecía un hombre perturbado y no transmitiré las pretensiones por resultar insultantes para vuestra majestad…, pero después preguntaron por la familia de Widukind, y como nada sabía del asunto, fue este… benedictino… el que respondió.

Parzival permanecía encogido, inescrutable ante la penetrante mirada del rey.

—¿Sabe que Widukind tendrá que entregarse para salvar la vida de sus hijos?

—Así es, señor —confirmó el landgrave, incómodo.

—En tal caso todo está dicho. Comenzaremos el ataque.

Sus últimas palabras fueron interrumpidas por una nueva algarabía de cuernos y trompas, pero esta vez los sajones ulularon y profirieron sus gritos de guerra, y pareció que el bosque los increpaba con una sola voz.