XIV

Willehar y Wigald interrogaron a Widukind con sus miradas.

—¿Se unen a nosotros? —propuso el más joven.

Willehar escrutaba el bosque nevado, del que surgía, por detrás de los abetos al pie de las Rocas de Odín, una nueva horda que posiblemente había permanecido acampada no muy lejos.

—¡Fijaos allí!

Widukind se sentía inquieto.

—Remigio ha reunido a los cazadores tilithi y a sus mujeres, y a muchos otros moradores de estos bosques.

—¿Seguirán el plan de la batalla? —se preguntó Wigald.

—Quién sabe… —respondió Widukind con una extraña sonrisa—. Al menos tienen el mismo enemigo que nosotros. Ya no creo que Carlomagno quiera esperar; lo que deba ser, será.

Nadie se atrevió añadir palabra alguna. Los jinetes de Thalbad les aseguraron que jamás habían visto una concentración de tilithios tan grande. Era como si un cuento se hiciese verdad, como si aconteciese un hecho prodigioso. Las leyendas sobre Remigio y su presencia, los hombres de las sombras, los jinetes negros, ahora emergían para hacer frente al peor enemigo que la tierra hubiese tenido desde que fuese creada.

La marcha fue rápida, y los caballos se adelantaron. Los monjes pidieron a Widukind que dictase su plan de batalla, y les mencionase las conclusiones a las que había llegado.

—Necesito que todos esos hombres se distribuyan en el norte, aunque tengan que hacer un gran rodeo. Que ocupen los bosques al norte del enemigo. Carlomagno viene dispuesto a enfrentarse con los montes del Teutberg, donde sabe que estamos ubicados. No cuenta con esta fuerza y no debe verla. Además, estos cazadores son expertos en las selvas, es allí donde prestarán mejor apoyo. Vosotros dividíos para guiarlos, y los demás, la guardia de Remigio, que me espere en la encrucijada del valle, abajo, aguardando a que se cumplan las órdenes. No todo el mundo considera un buen augurio a los jinetes negros, y no deseo que los vean hasta el último momento.

El clérigo asintió y se alejó. Como un cuervo junto a los oídos de Odín, contó lo que Widukind le había dicho a Remigio, que esperaba rodeado de su ejército. Remigio alzó el brazo y se puso en marcha. Willehar se quedó con ellos, para guiarlos hacia el punto señalado por Widukind.

Los demás desataron un galope bajo los árboles. La floresta parecía ya conspirar en aquella hora decisiva. Al cabo de un tiempo, tropezaron con las primeras partidas de westfalios y angarios. El plan decidido en días anteriores se había puesto en funcionamiento. Las estacas se distribuían, los atillos cargados a la espalda de varios hombres se deslizaban colina abajo por medio de la selva. A la sombra de los robles, las armas esperaban, miles de hombres se disponían para acechar a un ejército organizado en el corazón de la tierra enemiga.

—¡Thalbad! —saludó Widukind a los señores—. ¡Gunzo! ¡Weraardt!

—¡Y Ulmo! —gritó un gran anciano de barbas blancas y rostro congestionado, en pie, que empuñaba su scramasax, amenazador.

—¡Es hora! —exclamó el líder.

Y su grito fue contestado con alaridos. La cólera, largamente contenida, la rabia que les producía la presencia del ejército invasor, al fin veía abierta la espita que la encerraba. Widukind tanteó su silla de montar, abrió un fardo y empuñó su cuerno de caza. Se lo llevó a los labios y sopló la llamada de la guerra. Le respondieron otros cuernos inmediatamente, y su sonido se perdió por los bosques, por las colinas, sobre los ríos que descendían en busca del valle, para saludar, al fin, al ansiado enemigo.