XIII

Widukind despertó con la sensación de que un oso iba a lanzar las zarpas sobre su cuerpo en medio de un rugido voraz. Sin embargo, a su alrededor no había nada. Las llamas de los hachones se habían consumido en su mayoría, y las demás eran sólo brasas. Podía distinguir el agujero por el que había penetrado. Aturdido, dudaba del tiempo transcurrido. Salió al corredor. No muy lejos ardía una antorcha, y esa luz bastó para alumbrarle la partida. Después vio la luz del temprano día. Apenas el sol había aparecido en el horizonte, gélido, nórdico, rojo. Cientos de hombres esperaban acampados al pie de las moles sobre el campo nevado. Por delante, los monjes velaban la entrada del santuario. Remigio, en pie frente a ellos, le hizo una señal y lo invitó a seguirlo. Widukind persiguió sus pasos por la cornisa de una de las grandes piedras. Al principio podían caminar por lo que parecía ser una escalera natural, pero después tuvo que ayudarse de pies y manos para acceder a lo más alto de la roca. Desde aquella altura, junto a Remigio, vio que el entorno de las Rocas de Odín había sido ocupado por nuevas y silenciosas hordas que seguirían a Remigio. Detrás, sobre las tupidas crestas de los encrespados abetos, en el este, la joya solar refulgía descongelándose.

En el oeste, las colinas se elevaban entre cendales de bruma que parecían estar congelados. No muy lejos, sobre una de esas estribaciones, el Grotenburg esperaba con todos los señores de aquella tierra, dispuestos a presentar batalla a Carlomagno, Pero por un momento Widukind tuvo la sensación de que podrían vencer, de que capturarían a su enemigo para exigir el rescate de Swanhild y de Gerswind. El disco del sol se alzaba junto a los pesados hombros de Remigio como una mancha de oro, y éste extendía ambos brazos hacia lo alto, para saludar la llegada del astro todopoderoso que otros hombres más primitivos habían venerado tiempo atrás como el mismísimo ojo de Dios. Y entonces, como si un agua se hubiese derramado, Widukind miró hacia abajo y descubrió el gran estanque congelado, al pie de las rocas odínicas, y su superficie rielaba con un resplandor opaco, diamantino, sólido, sobre los pliegues rotos.

Cuando aquel momento de contemplación acabó y descendieron de nuevo al pie del monumento, Widukind se encontró con los señores tilithios. Silenciosos, uncidos con la sangre del quermés y el limo de sus tierras, incluidas sus greñas, quienes llevaban trenzas. Los mayores estaban calvos, como Remigio, y decoraban sus rostros, sus frentes y sus cuellos, con sencillos símbolos blancos. Empuñaba lanzas, arcos, sax, mazas para los más pesados, según la constitución de cada hombre. Y no faltaban mujeres, que se uncían del mismo modo y que sólo al fijarse en sus ojos y en la forma de sus cuerpos parecían realmente mujeres. Todos se cubrían con pieles y bandas de lana, cerraban sus prendas con cinturones y fíbulas.

Remigio comenzó entonces a caminar a través de su ejército. Las miradas se clavaban en Widukind. Veían a un hombre fornido, de mediana estatura y largos cabellos sucios, ojos azules, aunque, como rezaban las leyendas, uno era más claro que el otro. Widukind se detuvo ante el centro mismo de la silenciosa horda. La nieve crujía a cada paso y no se oía el canto de un solo pájaro. En lo alto, un águila vigilaba las Rocas de Odín, como si, suspendida en el vacío, escrutase indiferente los designios de aquellos hombres condenados a morir.

Al menos medio centenar de jinetes negros esperaba a Remigio. Éste tomó las riendas de una enorme bestia de porte tranquilo y majestuoso, y escaló a su grupa sin dificultad. Una vez arriba, Remigio semejaba de nuevo un ser sobrenatural, una encarnación tocada con el halo de la divinidad, inmortal, ajeno al círculo del mundo, a la rotación de las estaciones, a las vicisitudes de la Tierra. Empuñaba la Lanza, magnífica, eréctil, larga. Su manto se extendía sobre la grupa del caballo, y era el único clérigo que no usaba la capucha, y su cabeza calva, su mirada abismal, perdida, como si atravesase la piedra a sus pies y contemplase profundidades ignotas, o como si cruzase los cielos, era la tragedia ancestral del mundo.

Un jefe tilithi trajo las riendas de su caballo, y Widukind montó la nerviosa bestia. Los jinetes negros, armados, iniciaron la maniobra y se oyó un grito entre los cazadores que los rodeaban. Brazos y piernas se pusieron en marcha como si se tratase de un solo hombre. Remigio avanzó lentamente hacia adelante, con Widukind a su diestra, y no muy lejos, entre los árboles, esperaban los compañeros de Widukind, que se unieron al escuadrón negro. Widukind ya no era capaz de distinguir al monje que la noche anterior le había salvado la vida. Podía imaginar que era alguno de ellos, pero a pesar de que sus constituciones eran bien diferentes, lo cierto es que había muchos de anchas espaldas y tensa figura.