Widukind respiraba el vapor con ansiedad. Si eso era cierto, tendría el interlocutor necesario para hablar con el ejército enemigo. Sin embargo, del mismo modo que él deseaba aclarar el enigma de una vez por todas y conocer el destino de su esposa y de su hija, el aire de la tarde se volvía denso y gris, y lo que antes habían sido nubes bajas ahora era ya una pesada bruma que se abría paso entre los árboles. La incertidumbre crecía como recompensa a su deseo. Las ramas descendían, sostenidas por la niebla. Finalmente el terreno se abrió entre castaños y hayas. Las ramas se apartaron y el espacio se despejó para mostrarles un campo abierto devorado por la bruma. Los jirones, que se acumulaban en la ladera de la colina, les dejaron ver, como suspendidas sobre una marea, las gibosas columnas de piedra.
Las Rocas de Odín.
Widukind había escuchado historias acerca del lugar, pero rara vez lo había visto. Al menos aquel día, parecían estar sumergidas en un profundo hechizo. La bruma sepultaba sus bases y las nubes grises extendían una atmósfera caliginosa. Le dió la impresión que en la cima de la más alta mole se erguía una silueta sombría, ominosa, imperturbable al paso del tiempo como al soplo del viento.
Al bajar de nuevo para aproximarse a ellas, se introdujeron en la bruma y ya nada más pudieron ver. El sol pareció extinguirse cuando se acercaban al santuario más sagrado de la antigua Germania. Las antorchas se encendieron en algún lugar en la incertidumbre. Los resplandores crecieron. Finalmente se aproximaron a la base del complejo megalítico. Widukind se detuvo al descubrir los rostros pintados de rojo de aquellos hombres de los bosques que habitaban la región más profunda al norte, y con cuyos señores tan buena relación tenía Remigio el Piadoso. Dos de los clérigos vestidos de negro y armados con espadas sobre sus hábitos talares tomaron las riendas de los caballos. Widukind se apeó y caminó junto a su guía, que lo apresó por el antebrazo haciendo una señal a los que aguardaban. Leyó inveterados signos excavados en las paredes lapidarias, cuyas formas se entrelazaban para emular aves y personajes de antiguas leyendas. Al pie del muro, los guardianes velaban la entrada a las rocas. Delante, un negro pasillo descendía a las entrañas de la tierra. A cierta distancia. Los monjes se detuvieron y uno de ellos entregó la antorcha a Widukind. Éste la empuñó y siguió adelante por una estrecha abertura, tras la cual el espacio se abría. Al fondo, un círculo de hachones ardía en el centro de la sala. Por encima, la escasa luz iluminaba a medias una bóveda salvaje y fría. Widukind se aproximó al círculo, y finalmente entró en él, sabiendo que podría tratarse de algún ritual.
La sombra de Remigio había estado allí todo aquel tiempo, pero le había resultado imposible diferenciarla de las paredes en penumbra hasta que se movió y avanzó hacia él. Remigio empuñaba una lanza. Sus hábitos negros caían en pliegues sobre su rotundo cuerpo. Su cabeza, calva, brillaba ligeramente con el mortecino resplandor de las llamas.
—Widukind, hermano —y diciendo aquello Remigio entró en el gran círculo de fuego y puso su mano sobre el hombro derecho del wigmodio.
Widukind respondió al saludo pero no dijo nada.
—Al fin se aproxima la hora, y he venido a prestaros mi apoyo, amigo —añadió Remigio.
—Hoy más que nunca lo necesito.
Remigio se sentó en una de las piedras encerradas en el círculo, y Widukind hizo lo mismo. Así cara a cara, se miraron profundamente.
—¿Qué es lo que perturba vuestra alma?
—Necesito que habléis con Carlomagno o con sus mandos. Necesito saber dónde está mi mujer, dónde están mis hijos… Los raptaron hace algún tiempo, lo descubrí al volver sobre mis pasos al norte. Desde entonces no pienso en otra cosa.
—Sufrís igual destino que los hombres a quienes apoyáis con vuestra vida —dijo el sabio—. Nadie podrá entenderlos mejor que tú.