XI

Widukind anunció que descansaría aquella noche, y el hombre de las sombras fue invitado a pernoctar lejos del campamento, lo que éste hizo sin poner ninguna objeción. Cuando el monje hubo desaparecido, se celebró un banquete para festejar la muerte del traidor. Luego, el círculo de los señores se protegió con turnos de vigías que velaron hasta el alba.

Widukind fue despertado por Willehar.

—Es tiempo.

Era la hora más negra de la noche, la que precede al amanecer. Widukind se puso en pie y montaron los caballos.

Poco después, en compañía de Willehar y de Wigald así como de otros cuatro hombres de Thalbad que se prestaron a seguirlos para comprobar que el camino era el correcto y que aquel monje no les tendía una trampa, se pusieron rumbo hacia el este. Siguieron la senda oportuna, y cuando el monje les sugirió una ruta ellos decidieron continuar por otra, más agreste, para evitar una emboscada si es que aquél era un traidor. Widukind sabía en su fuero interno que eso no iba a pasar. Estaba absolutamente seguro de que ese hombre de las sombras era verídico, una mano de Remigio, por eso le había salvado la vida arriesgando la propia. Pero deseaba que los demás tuviesen la misma sensación respecto a los hombres de Remigio, pues tarde o temprano aparecerían para tomar parte en la batalla definitiva.

La noche envejeció hasta que una claridad gélida se extendió por encima de los árboles, y con ella la nieve empezó a deslizarse sobre el camino, ya blanco a causa del día anterior. Esta vez se trataba de una nevada mucho más densa, y Widukind estaba seguro de que era una avanzadilla del invierno.

Poco después el sendero ascendió a lo largo de una pendiente y luego inició un descenso. La agreste ruta pasaba sobre las aguas sin puente y atravesaba zonas en las que el bosque era muy denso. Los abetos dominaban el paisaje. Además de la nieve, una espesa niebla se adueñó de la mañana. Era como si avanzasen por un mundo en brumas, impenetrable. Los árboles les cerraban el paso y debían ir en hilera, dejando siempre al monje delante. El suelo era más pedregoso. A menudo, la senda era cortada por formaciones rocosas que se elevaban en la profundidad de la arboleda con la forma de espantosas apariciones, semejantes a enanos deformes, de anchas espaldas, que hubiesen sido petrificados un instante antes de volver a sus moradas subterráneas. Era como si las entrañas de la tierra, con sus construcciones arbóreas y sus fundaciones primigenias, pugnase por emerger entre las raíces del bosque, y trepar hasta las puertas del Cielo.