—Adelante, decidme —pidió Widukind, volviéndose ligeramente de nuevo al fuego.
El resplandor de la antorcha mostró al sajón una sombra en el suelo, por un grano de arena cuyo transcurso casi no podría ser medido. Widukind tuvo la sensación de que la sombra que acompañaba a aquel hombre se desprendía, se levantaba y se arrojaba sobre él.
—¡Para Remigio…!
Al tiempo que esas palabras llegaban a sus oídos, el brazo izquierdo de la figura se alzaba contra su espalda. Widukind, que se había detenido al descubrir el movimiento, se precipitó a la derecha, mientras al volverse se encontraba con el descenso del puñal y al fin con la mirada ardiente, el rostro embozado del hombre de las sombras. Por detrás, junto a la antorcha, otro aguijón dorado brillaba a la lumbre de las llamas. Errado el primer intento, no fallaría el segundo, y la figura acurrucada, inclinada, que antes había parecido carecer de todo vigor, iba a retroceder para clavar el puñal en las entrañas de Widukind, cuando la espada descendía sobre su espalda, un mandoble a dos manos, un golpe de águila diestro y con arrojo.
La sombra se derrumbó en un gemido, y sobre ella apareció otra, de semejantes hábitos negros, con la capucha colgando y los enjutos cerrados, sosteniendo la espada, cuyo brillo ardió ante las antorchas bañado en sangre.
Widukind se levantaba, con los ojos del asesino clavados en los suyos. Se acercó a él. La mano, inerte, casi estaba dentro del brasero, apresando el puñal. Su boca se movía y murmuraba. El monje negro plantó la espada junto al cadáver. Widukind le dio la vuelta y el rostro demacrado apareció frente a ellos.
—¿Lo conocéis?
—Jamás fue visto en la congregación.
El monje que había blandido la espada miró al wigmodio.
—Se ha hecho pasar por uno de los nuestros para infiltrarse y llegar hasta Widukind, con tal de asesinarlo.
Widukind se aproximó al moribundo.
—¿Quién eres? ¿Quién te envía…?
—Abun dabashmaya
nethkadash shamak
tetha malkuthak
newe tzevyanak…
Al pronunciar aquellas palabras sus ojos fueron vencidos por la muerte.
—Ha recitado las primeras frases del Padre Nuestro, en arameo… —explicó el clérigo. Se inclinó y puso sus dedos en el cuello del asesino.
Se persignó ante la multitud congregada.
Las lanzas y los arcos apuntaban hacia la nueva sombra, cuya mano se aferró a la empuñadura de una larga espada. Las armas lo señalaban y Widukind alzó su puño derecho.
—Este hombre me ha salvado la vida, ¿no lo habéis visto? Es este otro el que quería quitármela por la espalda, y él lo ha matado. Debo estarle agradecido.
—¡Es un cristiano! —gritó una voz detrás.
—No es como ellos, creedme —respondió Widukind—. Habla, hombre de las sombras, no tengo secretos ante estos guerreros que son mi ejército. Dinos a qué has venido.
El sombrío hereje alzó el rostro ligeramente y su voz sonó grave y fuerte, decidida.
—Remigio el Piadoso me envía. Él, sus penitentes y los señores de los thilitios esperan a Widukind para que él los guíe hacia la batalla contra los francos.
—¿Y quién era ese que se viste como tú?
Un sacerdote se abrió paso. Era joven, sus cabellos estaban unidos como por una pasta sobre la cabeza, largos y trenzados, y su barba demarcaba sus facciones. Empuñaba una hoz ceremonial que las llamas del fuego teñían de rojo.
—¡Detente, en el nombre de Odín! —gritó Widukind.
—¡En el nombre de Odín he venido! —exclamó el joven druida.
—Si has venido en el nombre de Odín, no puedes ir contra un hombre que me ha protegido de la muerte —respondió Widukind—. ¿No lo oís? Remigio ha congregado a los thilitios para unirse a nosotros. Es hora de pactos, no de enfrentarnos unos a otros.
Widukind caminó hacia los filos amenazadores, que se apartaron y se dispersaron a su paso.
Los hombres, no obstante, miraban con recelo al monje, que tomó su espada y la envainó lentamente y sin el menor atisbo de miedo.
—No es este el lugar adecuado para encontrarme con Remigio —reconoció el duque.
—Es cierto, pero no hallé mejor opción que preguntar por los hombres de Wigaldinghus, al menos eso es lo que me pidió el señor Remigio. Esos guerreros —el clérigo señaló al grupo de Willehar— me condujeron hacia ti después de decirme que ya otro… hombre de las sombras… había venido hasta el lugar. Enseguida supe que se trataba de una traición o de algo extraño, pero para no entorpecer la misión que Dios parecía encomendarme, pedí que me llevasen de inmediato en presencia de ese monje. Llegué en el momento justo sólo porque Dios así lo ha querido. Un tiempo después, y Widukind estaría muerto, su asesino, también, y por ende, yo, el aparente cómplice…
El monje rió plácidamente.
Widukind habría jurado que no lo conocía, recordaría un carácter como ese, y además el acento de su lengua no era extranjero.
—No eres un franco, sino un sajón —declaró Widukind—. Sois tan sajón como estos árboles que nos impiden ver el cielo.
—Así es, mas mi renuncia a la propiedad también me hace renegar de mi nombre. No soy nada, más que el designio de Dios en la Tierra, y sólo existo para servirlo.
Widukind miró el rostro de aquel hombre, que lo miraba sin miedo y una plácida sonrisa. Barbado, poseía una robusta constitución que difícilmente pasaba desapercibida a pesar de los holgados hábitos.
—Está bien. ¿Dónde está Remigio?
Thalbad, que como otros jefes había presenciado la escena, continuaba contemplando las dos figuras, el extraño parlamento entre el guerrero y la sombra.
—Remigio te espera en las Rocas de Odín.
—Las legendarias Rocas de Odín… —reflexionó Widukind. Hizo una señal a Thalbad, que se aproximó con mesura, cuidadoso en la cercanía de aquel hombre de las sombras—. Las Rocas de Odín, debo ir ahora. ¿Podrás prestarme algunos soldados para que me confirmen la ruta? —miró al clérigo—. Comprended que acaban de intentar matarme. Quiero que los hombres de la región también me acompañen.
—De acuerdo, pero sólo si alguno desea hacerlo, no puedo obligarlos… —respondió Thalbad, que se alejó sin darles la espalda hasta que estuvo a cierta distancia y se puso a conversar con sus hombres y Gunzo.
—Y ese sacerdote… —preguntó Widukind—. ¿Quién lo envía?
—No es difícil de imaginar.
El monje se inclinó y separó los pliegues. Sobre el pecho del muerto colgaba una cruz benedictina. Registró sus hábitos ensangrentados, pero no encontró nada que pudiese delatar su origen.
—¿Y qué es lo que ha dicho antes de morir?
—Padre nuestro que estás en los cielos… Eso es lo que ha dicho, en arameo. Sin lugar a dudas es un penitente franco. Debe proceder de alguna misión cristiana secreta en el Oriente. He oído que emplean a los penitentes para esta clase de servicios. Convencidos de que al llevar a cabo una hazaña así recibirán el perdón de Dios, éstos hacen cualquier cosa para escapar del calvario al que son sometidos —respondió el monje—. Su misión era degollar al demonio Widukind.
Widukind sonrió, como quien se ríe de su propia muerte.
—¡Leutfrid! —gritó el sajón con violencia—. Trae un hacha.
Su amigo le tendió un arma que le fue prestada por otro de aquellos hombres, que vigilaba en corro lo sucedido. Widukind tomó al asesino por los tobillos y tiró de él, arrastrándolo fuera del círculo de luz.
—¡No mancharás nuestra comida, bastardo! —bramó el sajón. Alzó el hacha y la lanzó sobre el cuello del muerto, decapitándolo. Extrajo la cabeza calva y la atrapó con una sola mano. Después de mirarle a los ojos la tiró con desprecio.
—¿No tenéis una ciénaga cerca? —inquirió Widukind a los señores de la región.
—Hay una no muy lejos, siguiendo este agua.
—Pues que arrojen a esa ciénaga los restos de este asesino, y que Hella se encargue de sus entrañas…
El druida, con ademán amenazador, se adueñó del cadáver, con otros dos ayudantes. Blandió la hoz y desgarró la veste del sacerdocio. Luego la tomó y ordenó que fuese quemada en el fuego de los hechiceros, y pidió que echasen ciertas hierbas a la hoguera. El cuerpo y la cabeza, desnudos, fueron arrastrados hacia las sombras, donde desaparecieron al poco tiempo, rumbo a la morada cenagosa en la que los sajones y los daneses suelen arrojar los cuerpos decapitados de los asesinos, los violadores y los traidores.