IX

Las órdenes se esparcieron como un viento aciago sobre las selvas del Teutberg. Widukind se alejó del Grotenburg colina abajo casi al trote, hasta que los caballos pudieron galopar por el bosque. Sus fieles conocían el plan. Preparar la trampa requería atención, y el tiempo escaseaba.

Desde lo alto del anillo, antes de marcharse, Widukind había mirado las tierras eriales, que se extendían al pie de las lomas. La columna carolingia no estaba demasiado lejos, y habían escogido, como era de esperar, la ruta que más convenía a la pesadez de su maquinaria y de la cola de carros. Los árboles serían el más valioso de los aliados. La nieve, a su vez, caía con más densidad, esparciendo una suave capa sobre los bosques, y los llanos se confundían ya con el blanco dominante. El cielo, oscuro, traía vientos del norte.

Cientos de guerreros echaron manos de sus scramasax y hachas para aserrar los abetos más jóvenes. Desprovistos de sus ramas, los convirtieron en larguísimas lanzas, que según el plan debían ser empuñadas por cuatro o cinco hombres de a pie. Los jinetes eran reservados para otra clase de ataque. Los caballos, menos pesados en general que los empleados por los carolingios, estaban acostumbrados a correr por terrenos agrestes.

Durante todo ese día miles de sajones se entregaron a la tarea de preparar el asalto de los árboles, como habían terminado por bautizar a la estrategia. Una leyenda local, que procedía de los tiempos en los que el emperador de los romanos se enfrentaba a esas gentes, relataba que los árboles habían echado a caminar para ayudar a los habitantes de las colinas a expulsar a los ejércitos invasores. Siguiendo este consejo, se creía que el plan rememoraba los viejos cuentos, y arrojaba a las propias selvas sobre los intrusos. Widukind no sólo contaba con la pendiente del terreno, también con la inaccesibilidad de los ubicuos bosques y con el conocimiento de cada palmo de tierra frente a su enemigo.

Mientras tanto, y al caer la tarde, las tropas carolingias ya estaban situándose en la zona más próxima. No mediaría mucho tiempo, y lo único que nadie sabía era a qué hora se produciría el ataque. Por otro lado, los landgraves detuvieron la marcha de los francos precisamente por la inseguridad que les causaban el paisaje y la caída de la noche.

Widukind volvía al campamento, junto a la fuente. El fuego rompió entre los árboles y descubrió la elaboración de la cena. Un gran jabalí, despellejado, rotaba sobre cristalinas brasas. Detrás otro ardor servía para calentar marmitas. Tenía las manos encallecidas a causa de las riendas y de las muchas horas controlando los preparativos. Sin embargo, reconoció la negra figura, apartada de aquellos cazadores, del hombre de las sombras. Por un momento quiso creer que era Angus de Metz, su maestro y amigo, pero la gran capucha y la larga espada que colgaba sobre su cinto no dejaba lugar a dudas. Los clérigos de Remigio se personaban para buscarlo.

Willehar miró a Widukind y éste le respondió con un gesto, pues sabía de antemano de qué se trataba.

Se aproximó por detrás a la negra silueta, que meditaba frente a las llamas, y le habló por la espalda.

—Os saludo, hombre de las sombras.

La capucha se volvió lentamente.

—Saludos de Remigio, oh, Widukind —contestó una voz carrasposa y lastimera.

El duque se sentó junto a él. El clérigo de la pobreza permaneció en el mismo sitio, y no le mostró todo su rostro.

—Os traigo un mensaje… de él.

Widukind esperó. Quería ver su semblante; sin embargo, éste se ocultaba bajo los pliegues de la gran capucha.

—Hablad.

Los brazos del interpelado seguían cruzados bajo los negros hábitos. Widukind se fijó en el cinto que los atrapaba.

El duque, pensativo, se inclinó hacia el fuego con la excusa de tomar un poco de aquel bebedizo con el que los curanderos recomendaban acompañar las comidas. Uno de ellos, que no dejaba de escrutar la capucha del clérigo, tendió a Widukind un cuenco humeante. Sin embargo, lo que el sajón deseaba era aproximarse al fuego, que estaba a un nivel algo más bajo y poder mirar a los ojos del monje. Entonces extendió el brazo con el que había tomado el cuenco y se lo ofreció. Se dio cuenta de que aquél vaciló un momento, y tardó más de lo que él habría esperado en tomarlo, lo que hizo sólo con la mano derecha. Por detrás una antorcha, sostenida en lo alto, avanzaba hacia ellos.