Widukind contempló el ingenio, al tiempo que el sendero se introducía en la colina. Las generaciones de trabajos de la comunidad destinados a perfeccionar las defensas habían conducido a aislar de tal modo el camino, que finalmente se metía en un túnel bajo los baluartes y emergía por debajo de la gran construcción de madera del último anillo. Widukind admiraba los clavos del tamaño de un antebrazo, sin duda forjados uno a uno para cada rincón, los garfios que apresaban los cruces de la madera, los techados de pieles curtidas que evitaban la filtración de aguas por el tejado del anillo, garantizando de este modo mayor durabilidad a la costosa construcción. Una vez entraron en el anillo, a su vez, fue como si la cumbre de la colina hubiese sido horadada desde tiempos inmemoriales. Albergaba al menos medio centenar de casas. Los oficios estaban representados en Grotenburg, especialmente el de los herreros y picapedreros y el de los ebanistas.
Los hombres de Thalbad parecían inquietos, desde abajo, al detenerse y pasar los ojos por el borde del anillo, descubrieron docenas de arqueros apostados, que sin duda vigilaban la extensión del valle por encima de los árboles.
—Hermosa fortaleza… —comentó Wigald en voz alta.
No les habían pedido las armas, ni los habían interrogado con suspicacias. Pero los arqueros miraban ahora hacia el interior de su morada, recelosos. Sin embargo, ¿quién desconocía el nombre de Widukind? Y además, habían visto arder, en el oeste, dos noches atrás, la fortaleza de Sigisburg. Ésa era la mejor embajada que Widukind hubiese podido enviar para ser bien recibido por los engerios.
Thalbad, un hombre vigoroso, de barba negra y sobre cuyos hombros reposaba una magnífica piel de oso con la que barría el terreno a su paso, pues colgaba con holgura por detrás, vino a saludarlos.
—¡Widukind! ¡El hijo de Warnakind! Seas bienvenido.
Widukind descendió de su caballo y lo contempló. Por vez primera, al encontrarse con los ojos de uno de estos guerreros que fueron traicionados en Eresburg, sintió fraternidad en lugar de rencor. Nunca supo a ciencia cierta quién había sido el traidor de Eresburg, pero ya no le cabía duda de que ni Gunzo ni Thalbad se habrían atrevido a hacer algo así. Los años de guerra y su fidelidad a las hordas de Westfalia habían demostrado lo contrario.
Se agarraron por los hombros y se miraron a los ojos. Una sombra de pesar aceraba las pupilas del viejo sajón.
—Venceremos, Thalbad.
—¡Sí! ¡Por Odín que venceremos!
Thalbad lo invitó con un gesto a seguirlo. Magnachar, Willehar y Leutfrid desmontaron tras su protegido como lobos guardianes. Lo mismo hizo la guardia de Thalbad, que los acompañó hasta el centro de la fortaleza, hasta el gran Thing que se elevaba en el mismísimo corazón, junto al pozo.
Apartaron las espesas pieles que hacían de cortina. Por encima, los símbolos paganos no escaseaban. Las maderas de aquel Thing, cortadas tanto tiempo atrás, mostraban toda clase de escenas sangrientas. Sobre el dintel, perfectamente tallado, una cabeza demacrada y llena de cicatrices abría la boca y sostenía con ella a varios enemigos a los que parecía dispuesta a triturar. Junto a él, el símbolo de la lanza, con sus pactos y runas. En su rostro, el ojo tuerto, pintado de negro, no dejaba lugar a dudas sobre la deidad retratada.
En el interior, de las paredes, colgando en filigranas de oro, los cinturones y fíbulas de algunos señores. Por encima, armas que consideraban legendarias y sagradas, cabezas de animales disecados, en cuyos ojos habían colocado piedras preciosas toscamente labradas en cabujón, y en los que titilaba el hogar. En un hueco abierto en el suelo, por debajo del nivel del entarimado de madera, el fuego ardía como si se tratase de un sacro convidado que hubiese tomado asiento sobre sus flamígeras rodillas, y escuchase a los invitados.
—Sentaos, todos, sentaos… Escanciad hidromiel a los caminantes, disfrutemos de esta hora elegida.
Varios muchachos obedecieron la petición de Tahlbad. Al poco tiempo, era otro anciano seguido de un séquito a la manera de los germanos el que penetraba en la sala.
—Gunzo te saluda, Widukind.
Éste, más circunspecto que Thalbad, tomó asiento frente al duque, al otro lado del fuego. Los bancos de madera se llenaron de señores de la región mientras Widukind apuraba su primer cuerno de hidromiel a la salud de Thor. Entonces Thalbad ordenaba nueva ronda, y ya parecía que habían llegado casi todos.
—He reunido este Thing después de que Sigisburg ardiese y nos informasen de que tantos hombres ascendían por el valle, seguidos por el ejército de Carlomagno —reconoció Thalbad—. Veo al hijo de Ulmo.
—Weraardt os saluda, señor, en nombre de su padre, que descansa después de haber sido herido por una flecha que no le ha quitado la vida.
Thalbad rió cordial.
—Me alegra saber que está vivo y que se queda entre los vivos… He sabido de la suerte de Sigisburg y lo lamento como lo lamentan muchos hombres que somos sus parientes. Si han quemado Sigisburg, querrán quemar Grotenburg.
—Así es —asintió Widukind—. Por más pactos que lo hayan protegido.
Gunzo y Thalbad cruzaron una mirada, y lo mismo hicieron otros jefes de la región.
—Mira los signos de Odín en mi puerta, y los sacerdotes —advirtió Thalbad solemnemente.
—Nadie nos ha obligado a renunciar a los dioses, aunque ellos dicen que sí. No había otra manera de convivir con los francos. Carlomagno sabe que nunca le hicimos caso, mas resultaba imposible evitar las formas, Widukind… —declaró Gunzo.
—Lo sé. Puedo imaginar lo que significa vivir en la frontera. En cambio, quienes estábamos confiados a mayor distancia de ella, fuimos sorprendidos. Quemaron Wigaldinghus, el Thing de mis antepasados, y me robaron a mi mujer y a mis hijos en Wigmodia…
—Maldición de los dioses —murmuró Thalbad.
—Hacéis bien protegiéndoos. Las colinas, las laderas y estas fortalezas son una gran defensa, pero creedme, no servirá de nada cuando al fin Carlomagno decida que es la hora de someteros, y los misioneros vendrán.
—No es la primera vez que recorren el valle, ni la última que desaparecen —dijo un jefe cuyo rostro le era extraño a Widukind.
—Y en los bosques, al norte, ya sabes…, están los tilithios, con esas oscuras leyendas.
La alusión a Remigio no dejó indiferente a Widukind.
—¿Por qué habéis venido en esta dirección? —los interrogó el jefe desconocido.
—¿Quieres decir que si nos hubiésemos marchado a otra parte tras la quema de Sigisburg el ejército de Carlomagno no habría entrado en la Tierra de los Cuervos? —inquirió Weraardt entonces, con agresividad.
—Esto es un Thing —Widukind puso una mano en el hombro del hijo de Ulmo.
—También es cierto que si nos hubiésemos entregado desnudos a ese ejército ahora se habrían marchado a otra parte y yo estaría muerto… —continuó Weraardt.
—Es un Thing y todos tienen derecho a hablar, Weraardt —siguió el sajón—. Soy duque de Westfalia y sé que es un momento difícil. Pero cuando Carlomagno ha atacado Sigisburg es porque desea algo más, creedme.
—Quiere que Widukind se marche a otra parte —siguió aquel misterioso jefe de ojos ladinos.
—¡Osnarg! —gritó Thalbad—. Basta…
—Widukind lo ha dicho: tengo derecho a dar mi opinión, hablo por muchos otros.
—Pues entrégate a Carlomagno y todos estaréis salvos, de ello estoy seguro. Hazlo, nadie os lo va a impedir, tienes mi palabra —aclaró Widukind.
Esta vez Osnarg se quedó callado, como si se mordiese los labios. Muchos sabían que ese hombre no deseaba enfrentarse a los carolingios.
—Pero si piensas así es necesario que abandones este Thing, Osnarg —le advirtió Thalbad en tono amenazador—, porque nada debes saber de nuestro plan para la guerra, o podrías ser considerado un traidor, en cuyo caso…
—Está bien, Thalbad. —Osnarg pareció desprenderse de una extraña energía que había mantenido tenso su cuerpo—. Pero las tres aldeas de mis clanes están abajo en el valle, no quiero que la lucha se libre detrás de ellas, y que los carolingios arrasen lo que poseemos. Si hay batalla, que empiece cuanto antes, o pagaremos las consecuencias más caro que nadie en esta reunión.
Widukind miró intensamente a Osnarg.
—Tomemos las decisiones ahora, y pongámonos en marcha. No quiero dejar pasar el tiempo. Lo primero, compañeros, es saber si vais a la batalla con nosotros.
Thalbad no dudó al confirmarlo. Lo mismo hicieron otros, con grave consenso, incluido Osnarg.
—Ahora, preparemos esa batalla.