El estado de Ulmo había mejorado, y al menos ahora podía incorporarse y maldecir a cuantos se aproximasen a él.
—¿Cómo nos recibirán en Grotenburg? —inquirió Widukind al viejo y convaleciente lobo.
—Gunzo no es amigo de Carlomagno, aunque siempre ha jugado a tirar la piedra y esconder la mano.
Widukind tenía la sensación de que caminaba por el mundo de sus antepasados. Gran parte de los líderes eran de la generación de su padre. Tanto Gunzo como Thalbad habían sido descubiertos en la celebración de Irminsul, donde su progenitor fue muerto. Al sur de las barreras montañosas, más allá de Wehsigo, se hallaba Patherbrunn, el lugar donde muchos de aquellos nobles habían jurado vasallaje a Carlomagno, a cambio de mantener sus derechos. Si bien era cierto que la mayor parte de ellos lo habían traicionado cuando los westfalios descendieron en busca de venganza, también era verdad que nunca se enfrentaron directamente contra el Reino.
—Me pregunto si no estaremos cercados —dijo Widukind.
—¿Qué quieres decir? —Willehar se adelantó para escucharlo.
—Que si en Grotenburg se unen a Carlomagno, tendremos dos enemigos, uno delante, y otro detrás —añadió el viejo Ulmo.
—Lo dudo —aseveró Weraardt—. Si Gunzo y Thalbad se opusiesen a esta horda, sus propios hombres los degollarían.
La tarde caía y ahora el camino se deslizaba bajo espesos abetos cuyas ramas se suspendían sobre el sendero. El terreno descendió y les mostró una fuente que manaba entre las rocas grises. El agua, abundante, se abría en un lecho de piedra y formaba un arroyo que arrastraba hojas secas y restos de troncos caídos. Widukind dio el alto y eligieron ese lugar para pernoctar.
Se acomodaron alrededor del manantial, que les proporcionó agua fresca. La columna, que se había detenido en toda su longitud, aseguró la escasa carga y se dispersó en las cuatro direcciones en busca de caza. Las piezas capturadas sirvieron para proveer fuerzas y reservas a la horda.
Widukind escrutaba las llamas. Los señores de los clanes se habían concentrado en torno a la fuente y conversaban. Los hombres de Odín recorrían el camino visitando a los heridos y a los pocos enfermos. Sobre los fuegos, el brillo de la luna esparcía un hálito de pureza argéntea en las piedras y el follaje de los árboles.
El sol empapaba la tierra con un riego de luz. Una cortina radial escapaba entre las ramas colgantes de los abetos. El resplandor solar, al tocar el rocío que se había posado en la piel de los árboles, dejaba un destello en las figuras. Ya había movimiento de cazadores. Frente a Widukind, sobre las llamas renacidas, el agua del manantial se cocía mezclada con hojas y cortezas para preparar el bebedizo que los curanderos recomendaban. En las varas de hierro se asaba la carne recién muerta. Widukind se encontró con los ojos de varios arqueros. Se daba cuenta de que lo habían estado observando mientras despertaba, y posiblemente también lo habían hecho durante el sueño. La admiración de aquellos jóvenes lo incomodaba, y actuaba con gran indiferencia a esta circunstancia humana que en otros hombres, entregados a las armas, suele traer consigo el pecado de la soberbia.
Estiró los brazos y se inclinó sobre las entumecidas rodillas. El sueño había sido inquieto. Como si su cuerpo, ya convencido de la batalla que se avecinaba, no dejase de prepararse para el encuentro. Vertió parte del bebedizo en un cuenco de madera. Tomó un espetón y dio cuenta de la carne ante la mirada vigilante de Willehar, que hacía lo mismo. Magnachar llegó al trote y desmontó de su caballo.
—¿Dónde están esos bastardos francos? —inquirió Widukind.
—Se mueven más lentamente que nosotros, pero han avanzado toda la noche —respondió el amigo.
—Porque tienen que ir al paso de sus batallones, y porque arrastran una gran cola de carros, ¿verdad?
—¿Por qué no los atacamos por la retaguardia? —preguntó de pronto un joven.
—Porque ya están acostumbrados a eso —contestó Widukind, tajante— y sólo serviría para que muchos de los nuestros fuesen alcanzados por los escuadrones. Seguiremos el plan.