V

Pasado algún tiempo, Weraardt regresó rodeado de jinetes.

—He conseguido que toquen retirada, y ya todos lo saben, tarde o temprano aparecerán.

Además, traían heridos. Widukind apenas pudo examinar el estado de aquellos hombres maltrechos. La columna se puso en movimiento hacia su destino. Weraardt trotaba junto a Widukind, y su semblante era muy lúgubre. A veces se volvía para divisar Sigisburg, cuya silueta emergía en velos y resplandores. La luna salió, encendida, y el firmamento azuló por encima de ella. Podría ser una misteriosa noche de caza en aquellos valles, tal y como Widukind los recordaba en su infancia, cuando habían visitado a Ulmo. Pero los tiempos cambiaban, y ni siquiera Sigisburg resistía ya si los ejércitos de Carlomagno concentraban sus fuerzas en un punto del mapa.

—¿Qué me dices de esos rumores sobre los sajones marchándose a otra parte? —empezó Widukind.

—No se van —respondió Weraardt—. Son deportados. Miles de campesinos. Al parecer, Carlomagno cuenta con grandes territorios en el este, donde está librando batallas y dominando la tierra, así que ha ordenado que muchos sajones sean trasladados allí.

—Y además deben cumplir con las leyes, y dejarse bautizar, y abandonar a los dioses… —añadió otro compañero de Weraardt, un hombre menudo al que llamaban Reidmar.

—Es la única forma de salvar la vida —reconoció Widukind.

—Carlomagno está harto de las revueltas. Sabe que no logrará reducir a los sajones, por eso tiene que esparcirlos por otras tierras, llevarlos lejos —añadió Reidmar.

—Hace semanas, Reidmar y yo nos adentramos en el sur y visitamos secretamente a algunos señores. Muchos ya no lo eran, otros habían desaparecido, pero pudimos ver que los francos ordenaban el abandono a pueblos enteros. Familias, animales y sacos de grano cargados en carros para quienes se quedaban, los demás tenían que huir. ¿Adónde iban? Hacia el norte y el oeste. Por eso recibimos forasteros que empezaban a cazar en nuestros territorios para vivir. Así supimos que Carlomagno estaba a punto de llegar, y al final lo ha hecho.

Widukind ya no dijo más, mientras los hombres se hacían preguntas unos a otros, especulaban sobre el futuro, insultaban a Carlomagno. Todo eso ya era sólo opinión. No le servía de nada.

Al cabo de unas horas, Weraardt se volvió y miró al suroeste: una corona llameante anunciaba la incineración de Sigisburg.

Sin remedio, la mente de Widukind se afanaba en el siguiente paso, al tiempo que deseaba al fin entrar en contacto con el enemigo para interrogarlo sobre su familia. Dado que no era posible encontrar a Angus, la opción de concentrar un gran ejército y enfrentarlo a los francos parecía la única oportunidad de pedir un parlamento con los landgraves. Aunque después de haber decapitado a Hartunc el Calvo, poca esperanza quedaba ya de que éstos deseasen hablar con él.

Las fuerzas de Widukind crecieron a medida que avanzaban. Como afluentes a un agua que fluía por las cuencas de la tierra, los grupos dispersos se unían en una sola tropa de futuro incierto. Cundía entre los sajones la duda sobre el destino escogido por los líderes, y en particular por Widukind, pues retrocedían ante la presencia del ejército franco. Sin embargo, también era cierto que conforme se replegaban contaban con una fuerza mucho mayor.

Se adentraron en el paisaje que desde tiempo inmemorial iba unido a la historia de la defensa de la tierra. Las colinas descollaban en una larga cadena de este a oeste. Detrás de aquella primera fila, los bosques, que las recubrían, se sumergían en un valle que al sur era conocido como Tierra de los Cuervos. Esta tierra se elevaba de nuevo hacia zonas muy boscosas que ocultaban el valle del Wisera. Era el corazón de Sajonia, entre Westfalia y el centro de Angaria. El destino quiso que no se hallasen demasiado lejos de las quebradas que al norte lindaban y descendían hacia terrenos pantanosos, próximas al refugio de Remigio.

Las leyendas que pesaban sobre aquellas colinas se remontaban muy atrás en la cuenta de los años, y relataban grandes batallas entre los lugareños y los invasores romanos. El odio con el que estos pueblos se habían defendido de los intentos de conquista podría considerarse proverbial. Los queruscos, ancestros míticos, aparecían a menudo en los cuentos locales. Widukind había oído hablar de ellos desde su infancia. Recordaba, en compañía de Ragnar, los relatos del herrero Guntram, en su aldea natal, y cómo le hablaba de la sangre vertida en una gran batalla, mil años atrás, cuando los señores de la tierra cayeron sobre los romanos para expulsarlos. Los habían aniquilado. La mejor prueba de ello eran los difusos y vagos mil años a los que se referían quienes narraban esos cuentos, y al hecho de que la gente reconocía los lugares de la contienda, las rocas que la conmemoraban, el tiempo remoto de aquella gloria, cuya luz se escapaba entre las nubes aciagas de la historia, para iluminar un presente amenazado. Widukind recorría el paisaje con sus ojos. Eran muy escasos los asentamientos de labranza en ese rincón del mundo, consagrado al recuerdo y el esplendor. La mayor parte de los moradores vivía como cazadores y recolectores, y el trigo se trocaba en los caminos a cambio de otras muchas cosas que las agrestes gentes de por allí sabían confeccionar. Las fraguas, las pieles, los zapatos y botas, las herramientas en metal y en madera, eran muy apreciadas por los campesinos del sur y del oeste.

Tras un descanso, al día siguiente la columna seguía adentrándose en el extenso y boscoso valle, sin perder de vista las espesas colinas. Los rastreadores de retaguardia constataban que el ejército de Carlomagno iba en su busca. Sabían que se dirigían a Grotenburg, y era una plaza que Carlomagno deseaba destruir. Toda aquella región había dado cobijo a las revueltas desde que se iniciase la invasión carolingia.