IV

Widukind se colgó el tahalí de la espada de nuevo al hombro, y se encintó el cuchillo y el hacha. Siguiendo los pasos de Weraardt, atravesó el espacio al pie de las desiertas y sombrías casas. Sigisburg parecía abandonado. Weraardt ascendió de nuevo al muro y caminó por lo alto. En una zona, la pared había sido erigida sobre una larga pendiente que mostraba la cola de detritos y desperdicios que arrojaba Sigisburg. Este terraplén, demasiado agudo, extenso e inclinado, no albergaba arboleda alguna, y desde lo alto del puente se podía divisar perfectamente el entorno sur, sureste y casi buena parte del oeste.

Widukind se quedó mirando la noche, en la que parpadeaba la ira de Carlomagno. Había vuelto con el deseo de vencer. Un gran ejército, inmenso como pocos que hubiese visto, ocupaba los valles, rodeando las colinas boscosas que habían sido el gau de Sigisburg. Los fuegos crepitaban consumiendo las lindes, para extender pistas más amplias entre las quebradas. Las columnas de humo, devorando el verdor, ascendían impidiendo la visión en algunos tramos. En el oeste observaron una concentración de antorchas. Widukind entendió enseguida el plan del enemigo. Ya era tarde para salvar Sigisburg.

Weraardt, sin decir nada más, abandonó el calvero y el duque lo siguió ante la mirada apesadumbrada de algunos de esos hombres que guardaban la ciudadela fantasmal. En el Thing, bajo las numerosas cornamentas que decoraban el muro del fondo, el viejo Ulmo yacía sobre un lecho, cubierto de pieles. Su mujer, a su derecha, velaba con triste semblante.

Todo lo que Widukind vio fue a su amigo presa de los temblores, el rostro algo comprimido por la presencia del dolor, los ojos cerrados.

—Padre… —dijo al fin Weraardt.

Widukind se inclinó y tomó la diestra de Ulmo, que apretaba un jirón de piel de oso. Sintió el pulso y la fuerza del vigoroso anciano.

—Carlomagno viene a matar a nuestros padres… —dijo Widukind para sí, pero Weraardt lo oyó.

Ulmo entreabrió los ojos y escrutó la faz de aquel hombre, y no habló hasta haberse cerciorado de que era él.

—No a mí, Widukind, y no tan pronto.

—¿Qué ha sido? —preguntó Widukind a la esposa.

Weraardt respondió por ella.

—Una flecha. Cayó cuando ni siquiera se vieron arqueros… No podíamos imaginar que había rastreadores escondidos en los árboles. Parecía un frente a pie y caballos, las flechas vinieron, una nube entera… Muchos de los nuestros cayeron sin defensa…

Widukind se daba cuenta de que el hijo se sentía culpable por lo sucedido. Pero también conocía el ímpetu de Ulmo, y estaba seguro de que no había reflexionado antes de iniciar el combate.

—Ulmo, es necesario que vengas con nosotros. Ahora.

Ulmo miró a Widukind, malhumorado.

—Estoy en Sigisburg.

—Sigisburg no durará ya. Es hora de marcharse, de trazar una estrategia y dejar que el ejército franco entre en nuestra trampa, no de quedarnos nosotros en la suya.

—Ulmo se quedará en Sigisburg.

Los ojos de Widukind irradiaron aquella intensa perseverancia con la que había convencido y arrastrado a tantos guerreros desde que fue muy joven.

—He visto el valle. Sigisburg está perdido. Y será la muerte inútil de miles de hombres. Hay que retroceder hacia Grotenburg, y esperar al ejército carolingio.

Ulmo cerró los ojos, incapaz de soportar lo que oía. Widukind asintió e hizo una señal a quienes lo custodiaban.

—Tomad las parihuelas. Nos lo llevamos.

Los hombres vacilaron y miraron a Ulmo. Éste, dándose por vencido, mantuvo los ojos cerrados y de este modo expresó su consentimiento.

Abandonaron las puertas de Sigisburg escoltados por una veintena de caballos sobre los que habían cargado en fardos cuanto podría considerarse valioso. Descendieron la escabrosa ladera por el sendero, y a su llegada al valle, Widukind y Weraardt rodearon la colina por caminos opuestos pero con la misma finalidad: ordenar la retirada.

Cuando Widukind encontró a su frente, Magnachar todavía agrupaba a las hordas, incontenibles. Fue entonces cuando el wigmodio empuñó su estandarte y cabalgó por delante de ellos, bramando:

—¡A los caballos!

Desconcertados, retrocedieron. Casi a empellones, hombres como Willehar, Magnachar, Leutfrid y el joven Wigald los obligaban a volver y les gritaban «Grotenburg».

Por fin se inició el repliegue. Los francos, que habían acumulado contingentes para enfrentar aquella resistencia, vieron cómo regresaban y los increparon. Las primeras flechas llovieron, pero ya estaban lejos de ellas. Los bosques se inundaron de un clamor, y en los hombros septentrionales de Sigisburg volvieron a agruparse las fuerzas sajonas. Weraardt no había vuelto, pero de la espesura llegaban los campesinos y cazadores sajones, que iban uniéndose a la gran concentración.