Las primeras nieves ya habían dejado un manto blanco sobre extensiones desoladas y solitarias. Esperaron a que Widukind llegase hasta el lugar del descubrimiento. Su rostro impenetrable, los ojos fieros, la espalda inquebrantable, perfectamente acompasada al caminar de su cabalgadura, se abrieron paso con orgullo hacia el monumento erigido en nombre de la muerte. El duque contempló la cruz erguida en la nieve. A su alrededor, esparcidos, sobresaliendo y en parte recién desenterrados por los oteadores, aparecían esqueletos humanos despedazados. En cierto punto, al pie de la cruz, se amontonaban los cráneos.
Widukind se aproximó y empuñó una de las óseas bóvedas.
—¡Han sido esos cristianos! ¡Han sacrificado a nuestros sacerdotes y los han decapitado al pie de sus cruces! —clamaba uno de los hechiceros, con el rostro crispado. Otro echó mano de su hacha ceremonial y sacudió dos golpes al símbolo, hasta que lo derribó.
Widukind avanzó con indiferencia y dejó las riendas de su caballo en manos de Willehar. Analizó el cráneo y les enseñó el orificio que lo perforaba, causa evidente de la muerte.
—Os equivocáis —afirmó el duque—. No ha sido así. Se trata de cristianos asesinados por sajones. Dejarían la cruz en pie para burlarse de ella. Es más… —Widukind se aproximó al crucifijo y examinó el leño—. El frío nos impide verlo a simple vista, pero podéis creer que esta cruz ha sido bañada en sangre, y apostaría mis dedos a que no era de cordero. Eran cristianos y fueron muertos a golpes. Fijaos en este cráneo… y en ese… —y al decir aquello se inclinó para tomar otro—. Además, lobos y otras alimañas han ayudado a descuartizar el botín. Algunos huesos muestran las dentelladas de los señores del páramo, que lucharon por despedazarlos una vez los encontraron.
—Bien por Odín… —murmuró el hechicero, confundido, echando un vistazo a los indicios señalados por su líder, no sin cierto recelo—. Pero no dejaremos cruces en pie a nuestro paso, aunque hayan sido bañadas en sangre cristiana.
Widukind se apartó mientras se afanaban en desmontar los brazos de la cruz, y examinó el sacrificio.
Las calaveras no dejaban lugar a dudas ahora que reparaban en los detalles. Los despojos, cubiertos por las tempranas nieves, apenas envueltos en harapos que las bestias habían dispersado tras devorar los restos humanos. Wigald descubrió los restos de un carruaje, pasto de las llamas. Sin esperar demasiado, Widukind ordenó continuar, considerando una pérdida de tiempo entretenerse con el hallazgo.
Más adelante, los habitantes de un poblado próximo a Wehsigo los recibieron sin gran gloria. Parecían hombres y mujeres asustados. Les confirmaron lo sucedido, y les refirieron cómo bandas de jóvenes sajones dieron muerte a unos misioneros cristianos.
—Iban al sur —dijo un hombre de rostro desgastado.
—También nosotros vamos allí —respondió Widukind.
El campesino miró el incierto horizonte.
—¿No buscarás Sigisburg…? Pues está en guerra. Muchos jóvenes ya fueron allí para unirse.
El duque no necesitó oír más para movilizarse y renunció al descanso nocturno. Sabía que estaban a un día de marcha ininterrumpida de Sigisburg. Los señores de aquella región, dominados por el pacto de Ulmo, encontraban su centro en Sigisburg, pero tras la Masacre de Fardium una mayoría decidió no seguirle al norte, y se habían precipitado hacia el sur. Mientras él sembraba la venganza en Wigmodia, otros perdían la paciencia en el sur de Westfalia.
Widukind sabía que la lucha contra la evangelización ya era encarnizada. También había escuchado historias de viajeros, quienes contaban cómo los francos imponían sus penas a cuantos se negaban a abandonar los cultos paganos sin abrazar la fe cristiana. La Masacre de Fardium sólo había sido el toque a rebato, el principio de la imposición de un castigo. Se recordaría durante años, siglos, esa brutal penitencia, pero nadie anotaría los nombres de miles de sajones asesinados como resultado de las leyes de Carlomagno. Ya en guerra, los francos no reconocían el hecho y llamaban a las batallas, revueltas, y a los sajones, sólo rebeldes. No aceptaban Sajonia porque no era una unidad de ningún tipo, sino un territorio sometido sin capacidad de defenderse ante una invasión que también portaba nuevos castigos para las tradiciones paganas.
Al mismo tiempo, por todas partes surgían grupos rebeldes desorganizados que, mientras no hubiese hordas en guerra ante los ejércitos carolingios, se agrupaban en una vida agreste y combativa para asestar golpes traidores a los francos desprevenidos y las misiones evangelizadoras.