III

Después de aquellas palabras, Arnauld absolvió a Parzival y se levantó. Abrió el relicario y tomó el sagrado vial. Parzival se arrodilló y Arnauld le pidió:

—Mostrad la llaga que os ha causado la mordedura de la Lanza.

Parzival, incrédulo y ya anticipando un dolor que le haría desfallecer, se descubrió el costado. La punción tenía la forma de un signo antiguo, como una runa pagana o un trazo arameo. Al apartar el vendaje enrojecido, la herida volvió a sangrar entre labios quemados, tumefactos, de carne viva, sobre el costillar. Parzival reprimió un grito por respeto, pero Arnauld escuchó el profundo sufrimiento. Entonces el anciano abrió el Vial de Clodomir. Lentamente dejó que el aceite llegase a sus dedos y retuvo una mancha del líquido en su mano. Descendió después buscando el serrato de Parzival y éste la guió hasta que los dedos se posaron sobre el desgarro.

Todo el ardor, la fiebre, la mordedura de fuego que Parzival aguardaba lo que paralizase como un rayo se convirtió en gelidez. Un extraordinario frío recorrió su cuerpo y el alivio fue tan grande que su faz cambió y hasta sus párpados quisieron dormirse. Los brazos perdieron toda tensión y ya casi no era capaz de sostenerse.

Los labios del anciano recitaban el Credo in unum Deum, mientras sus dedos untaban la herida de Parzival y arrancaban de ella la gota de oro fundido que otrora había sido la Llave de Oro.

Le pidió que rezase en aquel lugar, al pie del tesoro de fe que era el relicario. El penitente se arrodilló y enlazó sus manos, apoyando con fervor la frente en ellas.

Arnauld se apartó piadosamente y, tras cerrar el sagrado Vial, regresó a depositarlo en su urna de rancios terciopelos y recamadas bordas en oro, hizo lo mismo con la vitrina, y retrocedió hasta la portezuela de la verja que vedaba la capilla, tanteando los escalones de granito. Con la tosquedad propia de los ciegos, mas con acierto, atinó con la llave en la cerradura y salió del sagrado recinto en el que se custodiaba el Vial de Clodomir. Puso su mano de garra en la cabeza de un ángel guardián de severo semblante, y se volvió para persignarse, con el rostro hacia lo alto. En algún rincón de la iglesia, el coro se sumergía en una armonía de insondable profundidad de la que brotaba después la voz más atiplada como el vuelo de un espíritu.

Un hermano vino a socorrerle y le hizo de lazarillo, no sin antes pedir que se dejase al penitente sosiego y paz para sus rezos en la santa capilla consagrada al Vial.

La celebración del Concilio continuó con la visita de una legación del papa y otra del emperador. Ya entonces las luchas intestinas se habían relajado, más con ánimo de no causar una mala impresión frente a los extranjeros que porque éstas se hubiesen calmado por motivos ciertos, y de las herejías se pasó al paganismo y a las muchas peticiones en las que el Concilio insistía para eliminar su existencia, o al menos alejarla de las fronteras del cristianismo.

También se decidió culminar el Concilio con la ejecución de uno de los herejes que más controversia habían despertado, por tratarse de un enviado de Remigio. Junto a él, se hallaba una mujer que había sido capturada en connivencia. Como identificaron a Alfredo de Durham y sobradamente recordaban su traición a la misión de Ebo de Colonia, entendieron que el pecado ya existía entre él y su compañera, reconociendo sin necesidad de tortura que era su mujer de hecho, y que lo amaba. Ante esta declaración ausente de hierros candentes, se decidió que la ejecución de aquel traidor del cristianismo, al que se le atribuían las más abominables desviaciones, debía llevarse a cabo en presencia de las legaciones durante el Sínodo de Reims.

Cuando Alfredo fue conducido al patíbulo, no dejaba de repetir unos versos que carecían de sentido y que muchos interpretaron como una maldición. Era habitual que los herejes pronunciasen sus imprecaciones de camino al martirio, por lo que a nadie habría extrañado este hecho, salvo por la circunstancia de que lo recitaba una y otra vez, en lugar de verter amenazas en su último momento de fortaleza cuando el terror de la muerte venidera se aproximaba:

Siete arcángeles custodian

Veinte arcos de rosas,

Con nueve a su vera suman la entera eternidad,

Y donde nada hay nada se encuentra…

A pesar de ello, los que repararon en las palabras de Alfredo las repitieron, pues era cosa de interés popular comentar las maldiciones de un hereje que ya había pasado por la primera tortura, por considerarse afirmaciones que el propio diablo o alguno de sus demonios ponía en boca de los incriminados y de los poseídos.

Así, en la ejecución pública para que los posibles espías del demonio lo presenciasen, los habitantes de Reims y sus alrededores pudieron ver cómo masacraban a la mujer ante los ojos del propio Alfredo, que fue descrito como un monje pecador y diabólico, y cómo los carnífices la hacían pedazos; cómo la armonía de su cuerpo se descomponía en ruido de sangre y lamentos… Momento de gran horror fue aquel en el que sus senos fueron cortados con el mutilador que a tales fines se forja. Inmovilizada por las ataduras, el dolor y los dos verdugos, fue un tercero el que cerró la mandíbula férrea que crean las dos partes cortantes del mutilador de senos, hecho para castigar a la mujer que practica el aborto, el adulterio o que mantiene relaciones con el diablo y con sus secuaces, sean herejes o demonios. Cuando el segundo seno hubo sido cortado, se dice que Alfredo lloraba ante la visión espantosa y sangrienta, y que fue entonces cuando introdujeron el ingenio que se denomina pera en su sexo femenino, y dejaron que ésta, al abrirse, causase los horribles daños que eran reservados a las brujas.

Alfredo de Durham, a pesar de todo, repitió con gran pasión su maldición, que más bien parecía un sonoro acertijo que sólo él pudiese entender, y lo llamaron loco y se rieron de su pena.

Y mientras el pobre cuerpo moribundo de la esposa ya era entregado a las llamas y la hornija crepitaba a su alrededor elevando el humo acre de la purificación entre sus miembros quebrantados, los soldados se ocuparon de Alfredo como perros hambrientos que nunca tuviesen suficiente presa. Arrancáronle los dientes con tenazas, sacáronle piel a tiras con el instrumento conocido como uña de gato, y cuando gritaba con la boca sangrante el nombre de su pecaminosa amada fue el momento de quitarle la nariz de cuajo, hueso tabique incluido, y en eso advirtieron las voces que amamantan al pueblo: «¡Mirad el verdadero rostro del diablo!», y era cierto que así, sin nariz, con el semblante deformado y el orificio respiratorio hecho un caño de sangre, parecía un pestífero demonio como a menudo se los retrata en las portadas de las iglesias y en ciertas ilustraciones. Con tenazas al rojo vivo le cortaron los testículos sin piedad alguna, acto que desencadenó dolor tan terrible en el hereje, como exaltado fue el griterío de la caterva que se llamaba cristiana y que asistía fervorosa a la visión de la ejecución pública. Ahora que Alfredo caía de rodillas, colgado de los brazos descoyuntados, quién podría decir si llorando, buscando las cenizas de la mujer, los más valientes de la muchedumbre lo increpaban y lo llamaban diablo, y se burlaban, pues así tenían prueba de que las armas del rey y las de Dios eran capaces de desnudar la falsa dignidad intelectual de un alma llevada por el demonio, y castigarla como a cualquier hombre, por hábil que fuese su lengua con la palabra, anticipo a cuanto le esperaba en el Infierno, pues el conocimiento era concupiscencia y su lujuria conducía a la traición de la Iglesia, de Dios y del Rey. Y de este modo, ante la imagen de lo que se reservaba a quienes se desviasen del buen consejo cristiano, regocijábase la multitud en un éxtasis de redención, ya que es aleccionador según los padres de la Iglesia que los confesos sufran en público para ejemplificar el resultado de los castigos, y hacernos entender a tiempo los peligros que en el Infierno aguardan al alma pecadora, sin que esto sea en carne propia.

Los espías de Remigio el Piadoso, vestidos como labrantines andariegos de paso por la comarca e inmersos como tales en la caterva, abandonaron la ciudad después de presenciar la tortura y muerte de Alfredo, no sin antes anotar en su memoria las últimas palabras que él había repetido tan insistente, pues no podían sino ser de algún significado y valor que ellos no alcanzaban a comprender.

Bendecido por aquel sínodo, el ejército carolingio se unificó para entrar otra vez en Sajonia.

Las nuevas penas establecidas contra la práctica de los rituales paganos requerían una mayor presión por parte de Carlomagno, que necesitaba más que nunca ese respaldo religioso para culminar su conquista. Ahora se decretaba como prioridad la urgencia de deportar a los sajones hacia zonas en las que los enemigos de Carlomagno hubiesen desertado tras ser vencidos.

La gran tropa carolingia buscaba la reducción final de Sajonia. Al mismo tiempo, a la diezmada fuerza con la que contaba Parzival se habían unido dos nuevas scarce de caballeros. Carlomagno quería reforzar aquel brazo armado que tanteaba la tierra guiado por un ciego. El acierto ante los vástagos de Widukind alentaba las expectativas del gobernante franco, que ahora veía próxima la hora de sorprender a Widukind y someterlo a su voluntad, si deseaba salvar la vida de sus hijos, o bien vivir con el cargo de conciencia de que fueran torturados cuando él no quiso renunciar a una rendición que ya era inminente.

La Misión de la Lanza partió definitivamente hacia Remigio con la orden de atrapar vivo o muerto al propio heresiarca, y de convertir en pasto de las llamas el Templo de la Espada.