II

Semanas más tarde, durante la celebración del Sínodo de Reims, se supo que un emisario del heresiarca había sido atrapado en las dependencias de la abadía de Fulda. El abad, Esturmio, que era devoto del Concilio, consintió en que se ejerciese sobre aquel hombre la ley correspondiente, y nada más divulgó, salvo que Arnauld de Goth ordenó el interrogatorio a los soldados.

Parzival, que había regresado de la última misión, sanaba de una misteriosa punción en el costado, la cual, se decía, había sido causada por la mismísima Lanza de Longinos. Sin embargo, la captura del servidor del heresiarca se consideraba decisiva. Fue reconocido por otros hermanos como el desaparecido y traidor Alfredo de Durham. Su destino estaba claro, pero antes se deseaba conocer el paradero del libro.

La existencia del mismo desató una furiosa busca. Tras el arresto de Anselmo en Fulda, la debilidad de éste mostró, durante la tortura, que actuaba en connivencia con otros espías facinerosos. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no sabían sus verdaderos nombres quienes integraban esa red del diablo, pues a pesar de las más efectivas torturas no fueron capaces de dar sino falsos testimonios. La captura de Anselmo en Fulda llevó a la revelación de un plan secreto para recibir en el seno de la Iglesia las escrituras pecaminosas de Remigio, así como un peligroso libro al que se referían como Evangelio de la Espada. No obstante, los que Anselmo entregó como nombres de conspiradores, en el extremo del martirio después de reconocer que no los conocía, resultaron falsos o pertenecientes a individuos que, una vez interrogados, y torturados, tampoco conducían a pista real alguna.

La revisión de la biblioteca no sirvió de nada, y estuvieron siempre convencidos de que el códice en realidad ya estaba en manos de los conspiradores. La horrible purga no se detuvo y produjo una conmoción en Fulda, donde seis hermanos murieron a causa de las investigaciones llevadas a cabo por el Concilio y los soldados puestos a su servicio por el rey. Dispuestas las pruebas, en el Sínodo de Reims se expusieron los peligros, pero no los errores ni otros desmanes de la autoridad, pues el manuscrito del Evangelio de la Espada no había sido hallado, y tampoco se supo quién estaba en verdad vinculando aquellas intenciones desde los núcleos más profundos del cristianismo y del Reino.

Hildebold de Colonia pidió a Arnauld de Goth que fuese comedido en la defensa de la fe cristiana, y Esturmio de Fulda le respondió que lo sucedido en su abadía era clara muestra de la potencia creciente del diablo y no una falta de pruebas, sino la prueba en sí misma de cómo la Bestia era capaz de confundir el entendimiento de sus instrumentos cuando éstos perdían la fuerza de su fe en el mal.

Alcuino de York recriminó a los miembros del Concilio que no era bueno que el mensaje de Cristo se hiciese enemigos, lo que desató un gran debate, pues Arnauld odiaba a Alcuino, y sospechaba de él desde hacía muchos años, a pesar de que Carlomagno lo protegía como a un hijo.

Los cantores entonaban ahora un lastimero In pulverem mortis.

Parzival, que había asistido al Sínodo en silencio, fue conducido por Arnauld a una capilla sagrada. El reducto de piedra parecía internarse en el cuerpo del santo edificio. La llave de Arnauld abrió una portezuela en la verja de hierro que les cortaba el paso. Caminaron hasta su mismo centro, donde un banco de piedra les permitió tomar asiento ante cofres de oro y láminas de cristal de roca tras las que se veían reliquias de una antigüedad secular.

Allí reveló Parzival el sueño del León Rojo de la alquimia, y Arnauld mencionó el misterio de la ecpirosis, así como el inmenso valor del fuego purificador y la razón por la cual el pecado de los herejes debía ser remediado con las hogueras. Frente a ellos, la Reliquia de Reims brillaba como una gota de mortecino lubricán, como un olivar entero retenido en el vial del sol. Aquel aceite traído a la Tierra por ángeles para uncir a los reyes francos desde que Clodomir decidiese convertirse al cristianismo era la mayor prueba de la potencia del Juicio de Dios, decía Arnauld. Y absolvió los pecados que apesadumbraban el alma del elegido, y le encomendó la misión de propiciar el fuego redentor, pues sólo los designios de Dios eran capaces de empuñar la llama con fines puros.

Parzival habló a Arnauld de su sueño, y de cómo creía haberlo visto en su juventud luchando en busca de esos confines de la tierra en los que la cristiandad se enfrentaba a la mala influencia de los infieles del África y del Oriente. Y le había parecido que las montañas que separaban las últimas tierras cristianas del reino de los infieles, como una barrera inexpugnable, y que se llaman Pirineos, se erigían allí cual símbolo de la fe y de la firme creencia en la separación de aquellos peligrosos paganos que amenazaban el Reino de Dios en la Tierra. Le habló de sus visiones, y de cómo tras entregarse a amargas luchas lo había visto despojarse de todo y peregrinar hacia las cumbres tormentosas, en busca de la muerte en la gelidez de un ibón perdido entre las cúspides montañosas en las que ya sólo se escucha el graznido de las aves de presa que vigilan las herbosas laderas. Pero también cómo había superado el frío aterrador y cómo después, ya desnudo, se enfrentaba a la tentación de los pecados carnales y los vencía en una húmeda y sofocante selva. Lejos ya de aquella mujer peligrosa que el cazador de hombres había ubicado en su camino, Arnauld era guiado hasta la fortaleza que se yergue por encima del Monte Salvaje que sólo alberga una cueva de Venus, y allí era invitado a presidir el ágape de los Caballeros Elegidos y a descubrir el Misterio del Santo Grial.

Luego, sin miedo a confesión, le relató lo sucedido durante el ataque al Templo de la Espada, y cómo la poderosa nigromancia de la Lanza se había apoderado de la tierra y de los árboles y de todas las criaturas de Natura, que conspiraron contra su misión. Le refirió lo acontecido con las muchachas flor, y la aparición de la prodigiosa hembra y cuanto acaeció más tarde con ella, del sinsentido de la fiesta posterior y más allá, cuando todo se rindió y la belleza se convirtió en fango y la sobreabundancia en miseria, cómo Remigio empuñó ante él la Lanza del Destino y cómo ésta manaba sangre sobre su costado, que ardió como si hubiese sido marcado por el carnífice de un pastor.

Arnauld acarició el hombro de Parzival, al tiempo que le pedía que continuase, corroborándole cada detalle de aquella narración con su gesto, hasta que al fin, como coronado por el éxtasis que en él producía la rememoración de la Apoteosis del Grial, el ciego se volvió en busca del rostro de su iniciado.

—Los mismos ángeles que me deslumbraron con su mirada, ahora os iluminan en sueños y visiones. Los caminos del Señor son misteriosos… No os dejéis vencer por el desaliento, mi buen Parzival. Es cierto, fui caballero antes que clérigo y blandí una espada antes que un bastón… Y buscaba el Santo Grial, renunciando a cuanto en este mundo era adverso a ese fin supremo que sólo puede ser alcanzado en el ejercicio de la justicia, de la fe y de la humildad.

»Sin embargo, duras pruebas sin amor te propone el destino en tu camino hacia la Lanza. He aquí la importancia de este misterio, Parzival, pues es un misterio de la sangre, y como tal supera los aciertos de la razón y los desprecia. Su poder es sanador y a la par muy dañino. Mientras viva en el extravío, la Lanza será usada con fines perversos.