I

En Fulda se celebraba el bautizo de paganos con el tañido de una nueva campana forjada por un maestro llamado Adalbert. Alfredo de Durham presenció el sacramento oculto entre la multitud, como un peregrino más de los muchos que venían a la ciudadela del cristianismo atraídos por la gloria de su abadía.

Una muchedumbre variopinta se amontonaba alrededor de los cadalsos cristianos, vedados por soldados francos. Los paganos, capturados en las fronteras de Sajonia, semejaban piojosos que hubiesen abandonado una ratonera. Alfredo sabía bien que los habían dejado pasar hambre y limitaciones para que ofreciesen ese aspecto y de esta manera, una vez asumían la nueva religión como la verdadera, llegaban al bautizo con un considerable ayuno.

Niños, mujeres, ancianos, todos esperaban mientras los ministros de la Iglesia leían una letanía sobre el murmullo de la muchedumbre, devota y temerosa. Los tonsurados asistían a aquel que daba la lectura latina. Una vez acabada, obligaron al más vetusto a acercarse a una orden del capitán. Su híspida barba se enredaba como una madeja de esparto y aulaga. Sin dejar que se desnudase, lo sumergieron en el gran barreño de agua helada.

Alfredo sabía que sería difícil que ese anciano, después de tantas penurias, sobreviviese al gélido baño. Al salir, tuvieron la piedad de cubrirlo con otro manto andrajoso y lo apartaron. Lo mismo sucedió con niños, de temprana y mediana edad, así como con mujeres y hombres.

Alfredo retrocedió entre el gentío para alejarse de este espectáculo que él consideraba difamador y absurdo. Contaba las horas ante el encuentro con el mensajero de Alcuino. La red de conspiradores era compleja y sólo unos pocos estaban al tanto del asunto. Pero Alcuino de York era el nombre de uno de los más grandes e influyentes filósofos de la época. Conocido por su desacuerdo con el Concilio Germánico, pugnaba por ilustrar la corte de Carlomagno. Los máximos responsables del cristianismo odiaban en silencio a Alcuino. Alfredo, por su parte, era consciente de que la curiosidad de éste brindaba una oportunidad a los ideales de Remigio para escapar del anatema absoluto. Era necesario, por tanto, que el códice llegase a los copistas y pensadores, a los lectores silenciosos que velaban por el conocimiento, por la totalidad del saber, y que se reconocían cruciales para la posteridad. Si se abolía la lectura de aquello que no se amoldaba a las ideas de quienes movían los hilos del pensamiento cristiano, entonces sólo trascendería un punto de vista.

Alfredo regresó a la humilde posada. La noche se tendía con un telón de vendaval en el cielo. Las luminarias celestiales parpadeaban frías en la incertidumbre agrisada del oriente. La oscuridad de la mole de Fulda se interponía sobre la colina, al tiempo que nuevos contingentes del ejército franco se aposentaban en los alrededores. Sus fuegos se encendían por las ondulaciones del collado, ordenados, distribuidos, delatando en la gran sombra la presencia de una muchedumbre marcial.

Era la hora señalada y se acerba el momento de transmitir el poder, de pasar la estrella a otra frente. Tomó los harapos y entendió con sus manos el peso de aquel códice, de aquella escritura que consideraba sagrada, pues era testimonio de una verdad que otros desearían silenciar por siempre. Apartó las sucias telas y vislumbró la cubierta de la copia. Dentro, ojeó una de las páginas, abriéndolo al azar, y tocó el manuscrito, perdiéndose con devoción en el trazado de las letras. Al ver sus rasgos era capaz de reconocer al copista responsable de aquel tomo. Y recordaba el magnífico original, escrito de puño y letra por el propio Remigio.

Tenía en sus manos el Evangelio de la Espada, y si lograba entregarlo a las adecuadas, ese escrito sería copiado por otro hermano, que a su vez enviaría esa versión a otras bibliotecas, y no podía existir mayor poder que la divulgación de este texto. Lo envolvió de nuevo, se persignó y tomó el fardo, listo para encontrarse con el emisario.

En el cementerio, la luz de los fanalillos de poco serviría a quienes se abriesen paso en el crepúsculo. Era una hora de eternidades, de distancias superpuestas. Mientras la luz se esfumaba con trazo de rosas por encima de las ruinas de los panteones aldeanos, de mojones y piedras pobladas de líquenes, de todas las cruces de hierro carcomido y de madera podrida, debajo la niebla flotaba ligeramente como para separar aquel mundo del resto de la Tierra.

Alfredo se echó la capucha sobre los hombros y avanzó hacia adelante. Percibió unos sonidos y recordó las confusas palabras escritas del último emisario. Era difícil que todo estuviese bien coordinado, pero tenía esperanza. En ese instante pensó en lo inútil de portar el manuscrito, si no hubiese sido más apropiado celebrar el encuentro y, una vez asegurado el destino, llevar el códice al lugar convenido… Pero estaba trazado y ya era tarde para cambios.

Alfredo miró atrás, atraído por un gruñido o una voz. Se escuchó el golpe seco de un arma, el gañido de una alimaña y la maldición de un hombre, todo al mismo tiempo.

El hombre se hallaba a la entrada de un nicho, y se volvió con la mirada de un ser más acostumbrado a tratar con la muerte que con la vida. Al recoger su fanalillo, que reposaba al lado como en medio de una garra de bruma que desenroscaba sus dedos laboriosamente, creyó reconocer la sombra.

—¡Ya tengo bastante con raposas…! —gruñó el enterrador—. Ésta se ha venido encima como un demonio… ¿Qué haría allí adentro…? Pero a buen saber que se ha dejado una oreja en el filo de mi azada a cambio de un mordisco en mi hombro.

El enterrador cogió con sus dedos, como de tierra, como de muñón humano, un pliego peludo que Alfredo no dudó que sería la oreja del zorro. El sepultador se tocó el hombro herido con la misma indiferencia con la que removía las inmundas tierras del cementerio.

—¿Quién sois y qué hacéis por aquí? —increpó al enterrador.

—Vengo a velar por los muertos —respondió Alfredo.

—A buena hora…, ya todos se marcharon, y no es este sitio para andariegos.

—¿No ha de llegar nadie más hoy?

El enterrador lo escrutó, tratando de espiar el rostro entre los pliegues de la capucha.

—Suele venir un hermano llamado Anselmo, pero me lo figuro enfermo, porque a esta hora siempre anda por aquí rezando ante la tumba de su madre.

Alfredo pensó rápidamente y se despidió del enterrador antes de que éste le hiciese más preguntas, desvaneciéndose en las sombras cual espectro.

Cuando abandonaba aquel camposanto, la noche ya había caído como un manto de impenetrable negrura. Y entonces dirigió sus pasos hacia la abadía de Fulda, en busca de Anselmo, con la esperanza de poner a buen recaudo el manuscrito antes de que otros improvistos lo sorprendiesen.

Los edificios abaciales se elevaban con la frágil custodia de unas antorchas que apenas iluminaban los bajos de sus soportales. Sabía dónde estaba la biblioteca y no le costó acercarse a los pasillos de acceso. Una tranquilidad absoluta dominaba la noche. Una vez allí, las escaleras lo condujeron a las entradas, cuyas puertas estaban entornadas.

La luz palpitaba entre almanaques y pasillos colmados de estanterías. El techo era alto y cruzado. Se asomó al recinto y se dio cuenta de que había otras lámparas encendidas al fondo, donde alguien leía.

Tomó una luz guiado por un instinto de prudencia, se alejó y perdió de vista a los lectores y escribanos, e iluminó los plúteos ante sí. Al fondo, detrás de la sala de lectura, la biblioteca, como era habitual, se sumergía en su propio laberinto de pasillos. Eran todos parecidos y, a su vez, todos diferentes, sin marcas que fuesen capaces de distinguirlos, pero había siglas y nomenclaturas en los estantes de madera. Alfredo contó los pasillos a su derecha. Estaban ordenados por materias, y sólo los bibliotecarios sabían dónde se hallaba cada tomo, posiblemente gracias a un inventario tan antiguo y desfasado como la misma biblioteca. Extrajo el evangelio de Remigio y anotó en su mente el lugar donde lo escondió. Enumero los pasillos, el de tomos a su derecha y a su izquierda, y lo puso detrás de todos ellos, en una segunda fila interior, memorizó la materia y se persignó.

Después retrocedió hacia las escaleras y descendió en la oscuridad. Sin embargo, al girar una esquina se encontró de frente con soldados y portadores de antorchas que le hicieron el alto, y vio detrás de ellos a varios monjes que rodeaban, como lazarillos obedientes, a una sombra encapuchada de rostro pálido y ojos muy abiertos que devoraban el vacío.